lunes, 26 de marzo de 2012

Los perdedores de las Alturas del Mirador

Pobreza, Barrios Marginales

Los perdedores de las Alturas del Mirador

Durante largo tiempo los especialistas cubanos no trataron el tema de la
pobreza y la marginalidad, una situación que ha cambiado en los últimos años

Haroldo Dilla Alfonso, Santo Domingo | 26/03/2012 10:19 am

Durante mucho tiempo el tema de la pobreza y la marginalidad estuvo
prohibido en las ciencias sociales cubanas.

Era un tema incompatible con el discurso político triunfalista de una
revolución que supuestamente había eliminado —para siempre— el flagelo
de la exclusión. Si el ethos de la nueva era revolucionaria era
precisamente la equidad y la prosperidad, era muy costoso reconocer que
—sin obviar los logros sociales alcanzados— una parte de la población
había permanecido, en lo fundamental, fuera de la movilidad social. O
que solo se había agarrado a ella parcialmente, por lo que cualquier
disrupción iba a provocar una caída dolorosa. O que en última instancia
los logros sociales no son duraderos si no existe una dinámica económica
que los respalde. Y que tras tres décadas de
"marcha-victoriosa-de-la-historia", esa parte de la población era
efectivamente pobre, incluso dentro de esa visión de austeridad plebeya
que la clase política postrevolucionaria había elevado al rango de
virtud, aun cuando ella misma se cuidara de no chapotear en sus estrecheces.

Recuerdo que en los 90 —cuando toda la sociedad fue sacudida por un
tsunami de empobrecimiento— había varios contingentes de condotieros
ideológicos que se ocupaban de realizar todos los malabarismos retóricos
posibles para demostrar que a pesar de que la gente comía mal, no tenía
viviendas adecuadas, sufría apagones, pedaleaba bicicletas de la II
Guerra Mundial, padecía desnutrición y sucumbía a la neuropatía, no era
pobre sino solamente proclive a serlo. Técnicamente, "en riesgo".

Desde comienzos del siglo esta situación de orfandad analítica comenzó a
cambiar. A pesar del esfuerzo aislado de algunos economistas para
acercarse con más objetividad al problema de la depauperación social en
Cuba, los principales aportes provinieron de la sociología, la
antropología y la geografía. Un grupo de investigadores de varias
instituciones académicas logró colocar el tema de la pobreza en su justa
actualidad, y hacerlo desde una doble perspectiva: social y territorial.
O dicho en otras palabras, el análisis de cómo muchos cubanos eran
efectivamente pobres, y que podían ser más o menos pobres según el
estrato social en que se ubicaran, pero también según el lugar en que
vivieran.

Quizás este retraso de la academia cubana por reconocer a la pobreza
vernácula se debió no solo a las presiones políticas, sino también a la
manera como se presentaba el fenómeno.

Por un lado, dada la existencia de un control estatal muy estricto sobre
el suelo y las personas, la pobreza urbana no se materializó, como en
otros países de América Latina, en inmensas favelas. Sino que la propia
ciudad se fue tragando la marginalidad, creando bolsones densamente
poblados de cuarterías, viejas mansiones divididas ad infinitum,
edificios sobrecargados de barbacoas o anexos construidos en cualquier
parte donde hubiera un espacio disponible. Cualquier barrio de la ciudad
muestra los estragos de este poblamiento espontáneo que ha conducido a
situaciones urbanas abigarradas francamente deplorables. Pero en las que
la pobreza en sí se hacía poco visible.

Por otro lado, aun en situaciones de grandes carencias, los cubanos
comunes tenían acceso a la educación y a la salud, en ocasiones de alta
calidad, lo que desdibujaba el cuadro clásico que ilustraba la
marginalidad en América Latina.

Recuerdo, para poner un ejemplo, un caso que conocí en Cayo Hueso donde
una tétrica cuartería tenía un solo inodoro en uso para 12 familias. Los
cuartos, a los que todos los vecinos habían adicionado cocinas rústicas,
eran pequeños, húmedos y sin ventilación adecuada. Pero entre las
familias que habitaban aquel tugurio había 5 graduados universitarios y
un atleta de alto rendimiento. No dudo que eran pobres, pero
evidentemente de otra manera.

Pero desde los 90, cuando terminó la relativa panacea de la economía
subsidiada y la crisis llegó para quedarse, se acentuaron los flujos
migratorios desde el campo a las ciudades y desde "el interior" hacia La
Habana. Y en este último caso con la peculiaridad de que los migrantes
se tornaban ilegales por el solo hecho de migrar, pues el sistema cubano
no reconoce —junto a otros muchos derechos— la potestad ciudadana de
libre tránsito. Y en consecuencia no solo se incrementó el hacinamiento
en nuestros clásicos solares, sino que comenzaron a aparecer favelas,
inaugurando caseríos en terrenos despoblados o engrosando algunas
aglomeraciones de viviendas precarias previamente existentes.

Unos estudios pioneros desarrollados por equipos de geógrafos de la
Universidad de la Habana en 1996 señalaban la existencia de 181
asentamientos que eufemísticamente denominaban "insalubres", y donde
habitaban cerca de 75 mil personas. Solo en un municipio, Playa, se
reportaban 9 asentamientos con 2.360 viviendas y cerca de 8 mil
habitantes. Uno de ellos, Romerillo, era el más grande de la ciudad con
1.114 viviendas. Otro, Bajos de Santa Ana, con más de 700 viviendas,
hacía frontera con el otro mundo en juego: la Marina Hemingway.

Pero creo que hasta el momento no se había publicado un análisis tan
completo, profesional y sincero como el que nos ofrece el antropólogo
Pablo Rodríguez. Se trata de un libro de agradable lectura cuyo mismo
título desafía las mezquindades ideologistas —Los marginales de las
Alturas del Mirador— y que acaba de ser publicado por una agencia de
cooperación suiza (COSUDE), el Instituto de Antropología y la Fundación
Fernando Ortiz.

El estudio fue realizado en 2004 en un barrio marginal —Alturas del
Mirador— de unas 200 viviendas en San Miguel del Padrón. Su formación se
remonta a 1992, cuando, impelidos por la degradación de las condiciones
de vida en sus lugares de habitación, decenas de familias comenzaron a
poner sus viviendas precarias en un terreno cubierto de marabuzales
cerca de la carretera Ocho Vías.

Las casas —casi todas con pisos de tierra, sin agua corriente, con
suministro precario de energía eléctrica y techos de zinc que las
convierten, dice el autor, en auténticos "crematorios"— se ubicaban en
"callejones sin pavimentar, sin aceras, sin cunetas… caminos
polvorientos y sucios bajo un intenso sol o verdaderos lodazales después
de una ligera llovizna". Casi no tenían aparatos electrodomésticos, y
cuando los tenían se trataba de frankensteins electrónicos armados de
mil maneras por el inagotable ingenio popular.

El 83 % de los vecinos eran negros y mulatos, y el 79 % eran inmigrantes
de otras provincias, principalmente del oriente/sur. Curiosamente la
mitad de la población mayor de 6 grados tenía más de 9 grados de
enseñanza, y el analfabetismo se limitaba a una quinta parte de la
personas con más de 55 años. La población infantil y adolescente tenía
acceso al sistema educacional, pero la atención médica era evaluada como
"marginal" y no exenta de discriminaciones y maltratos.

Esto último estaba determinado por la precariedad legal de los
habitantes del barrio, que, cito a Rodríguez, "carecen de una especie de
ciudadanía de la urbe" debido al represivo decreto-ley 217 de 1997, solo
ligeramente modificado por el decreto 293 de 2011. Por consiguiente,
estas personas carecen de libretas de alimentos subsidiados, no pueden
establecer contratos legales, no pueden contraer matrimonios, ni pueden
estudiar en la universidad. A pesar de que muchas de estas familias
llevaban casi dos décadas de habitación en el lugar, no habían logrado
mejorar sustancialmente sus niveles de vida.

En consecuencia las personas eran más pobres debido a su situación
legal, que les mantenía en la escala más baja del sistema laboral,
incluso si poseían niveles superiores de educación. Y por tanto, estaban
seriamente afectadas por sus bajos ingresos. De acuerdo con el estudio
el 20 % de los núcleos familiares no estaban en condiciones de acceder a
una alimentación mínima, lo que los situaba en un estado de indigencia
absoluta. Pero en total el 60 % podía verse en esta situación
eventualmente, e impedida de acceder a otros consumos necesarios. En
otras palabras, la inmensa mayoría de la población estaba sometida a un
régimen de sub-consumo básico. En la mayor parte de los casos esto se
relacionaba con la carencia de libreta de abastecimientos, que por
entonces (2004) era más significativa que ahora en la economía familiar.

Otro dato curioso es que solo el 52 % de los jefes de familia se
declararon practicantes sistemáticos de alguna religión, principalmente
cultos afrocubanos y protestantes. El catolicismo puro estaba casi
totalmente ausente de la comunidad.

Finalmente, todos los entrevistados se manifestaron a favor de la
revolución, que identificaban justamente con tener las cosas que no
tenían y que hubieran garantizado una vida digna. Es decir, que
Revolución significaba una situación de las que estaban excluidos. A
veces con visos de clientelismo, los entrevistados mostraban una
profunda decepción —el peor de los sentimientos políticos— ante el hecho
que una persona describía como la carencia de derechos por parte de los
niños del barrio, de los mismos derechos, decían, que gozaba Elián González.

Creo que son estudios como este los que nos permiten evaluar
realistamente la situación por la que atraviesa una sociedad que es
nuestra, es decir, de todos, emigrados y residentes en la Isla. Y que
demanda políticas focalizadas de atención a estos sectores vulnerables
(los perdedores de todo el proceso) y de incentivos al desarrollo
socioeconómico local en un sistema que demanda a gritos una mayor
descentralización.

La nación requiere una nueva visión cuya elaboración y ejecución
responsable corresponde a todos y todas. Y no solamente a una clase
política más interesada en su conversión burguesa que en el bien común.
O a una tecnocracia aquiescente en busca un lugar bajo el sol de la
acumulación originaria que tiene lugar en el país. O a un sector
académico cansado y solo deseoso de una sobrevivencia medianamente
holgada a cambio de la complicidad intelectual con la ruina social.

Por eso hay que detenerse ante obras como esta de Pablo Rodríguez (cuya
lectura recomiendo) para agradecerle su contribución, y creer que a
pesar de todo, hay nación.

Han pasado ocho años desde que el autor hizo su investigación. No sé
desde entonces qué habrá pasado con este contingente de perdedores a los
que Lázaro Barredo se hubiera referido como los "pichones con el pico
abierto" que había que ajustar. No se cómo habrán aguantado los embates
de una "actualización" que se decía dispuesta a eliminar las gratuidades
que lastraban el despegue. Posiblemente los más listos han logrado
sobrevivir en los intersticios, como siempre han hecho, sobornando
funcionarios y policías.

Quisiera que a todos estos compatriotas les vaya mejor, pero dudo que lo
hayan conseguido. Al final, como escribía Pablo Rodríguez "vivir en el
llega y pon, es una agonía de resistencia por mantenerse a flote en
contra de un conjunto de fuerzas que empujan hacia abajo".

http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/los-perdedores-de-las-alturas-del-mirador-275262

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