miércoles, 8 de febrero de 2017

Una historia de Cuba contada entre suspiros

Una historia de Cuba contada entre suspiros
Volví a verme con un sombrero y una guataca en medio de una sabana en el
centro de la isla
Miércoles, febrero 8, 2017 | Jorge Ángel Pérez

LA HABANA, Cuba.- En ocasiones cuesta mucho escribir, sobre todo si en
el centro de la escritura está el dolor, como esta vez. Desandando la
ciudad o enfrentando a la pantalla de luz, estuve pensando en ese dolor
sin que consiguiera hilvanar ideas y tonos que explicaran la aparición
de ciertos recuerdos que se hacen acompañar por el sufrimiento. Difícil
es enfrentar el dolor aunque sepamos que es una de esas emociones
fundamentales con la que cuenta la vida. Y quiero escribir ahora sobre
el dolor, sobre el suceso que lo provocó esta vez.

Me veo sentado en la primera fila de una sala de teatro, y recuerdo a
Juan Carlos Cremata, quien, en una conversación telefónica, unos días
antes de marcharse de Cuba, me recomendara que no dejara de ver "Diez
Millones". "Es de lo mejor que he visto", así me dijo, y yo anuncié a
Carlos Celdrán un montón de visitas a su sala de la calle Ayestarán,
pero solo asistí a una función que, sin que yo lo supiera, era la última.

Y descubrí una sala colmada de espectadores silenciosos que aguardaban
enfrentados a una desolada escenografía, tan gris como el tapizado de
los ataúdes para cubanos comunes. Nunca sabré cuántos en aquel público
estaban repitiendo la experiencia, pero un silencio expectante me hacía
sospechar, supuse que muchos ya sabían a cuanto iban a enfrentarse. Y
así entramos en ese ejercicio de memoria al que nos enfrentaron Celdrán
y sus actores. "Diez Millones" nos pondría frente a un pasado que había
sido sustraído, intencionadamente, de la mirada, pero que él se propuso
hacer visible, y que resultara reminiscencia para algunos, luz para los
más jóvenes, para los olvidadizos.

Sin dudas, el artista que es Carlos Celdrán, cree en la huella que
resulta de la representación, y sabe también que el recuerdo es capaz de
parir a la sospecha, a la deducción y al análisis. Carlos volvió a un
pasado no tan lejano, provocó el recuerdo relatando un pasado del que no
habla el discurso oficial. Él nos mostró un "tesoro" a conservar. Y yo
miré pasar uno y mil sucesos que activaron mis recuerdos.

Y recordé, a pesar mis siete años de entonces, la algazara de aquella
zafra del setenta y lo que vino después, y a un tío cambiando el eslogan
que el discurso oficial repetía insistente. Mi tío ponía el no antes del
verbo, decía: "Los diez millones no van". Según él, aquello no era más
que un disparate, uno de los tantos que conocimos luego, como los muchos
que se sintieron antes. Según mi madre, él tampoco creyó en aquel
delirio del año 1965 que aseguraba que, diez años después, Cuba
produciría 30 millones de litros diarios de leche, aquellos litros que
no se consiguieron en el 75, y que hoy, pasados cuarenta y dos años,
siguen siendo una utopía, un dislate.

Esa locura de leche y azúcar, los discursos exaltados de esos días, me
hacen recordar a Francisco de Arango y Parreño, quien aseguró que Cuba
podría superar a Haití en la producción de azúcar, que la isla podía, en
el lejano 1792, producir la mitad del azúcar que se consumía en el
mercado mundial. Pasarían 178 años para repetir aquel delirio tan
cercano al de Arango y Parreño. Y esa vez no se lograron los Diez
Millones del 70, a pesar de que fueron convocados cientos de miles de
cubanos; y aunque vinieran brigadas de "macheteros" desde Noruega,
Finlandia, Suecia y Dinamarca.

Y poco pudieron hacer para probar que aquello no era delirio; los
vietnamitas, chinos, coreanos y japoneses coetáneos de Toshiro Mifune y
de Zatoichi que cambiaron el sable de samurai por el machete mambí, y
tampoco sirvió el esfuerzo rumano, ni el de los alemanes que se
agruparon en la brigada Ernest Thaelman, ni los rusos de la juventud
leninista o los búlgaros seguidores de Dimitrov. Las añoradas diez
millones de toneladas no se consiguieron aunque manos europeas,
latinoamericanas o asiáticas, usaran el machete para cortar la caña bien
abajo.

Mi tío se fue al norte, antes que terminara la zafra, llorando por la
separación de la familia, por el país partido en dos, en tres…, pero
antes de irse tuvo que trabajar duro en una granja para pagar la osadía
de abandonar al gobierno. Luego vendrían las cartas que se leían a
escondidas, las fotos que se guardaban en el fondo de los cajones, y
llegó la mentira, la añoranza, el olvido. Y de ese olvido habla la obra
de Celdrán; debe ser por eso que los espectadores enjugaron sus lágrimas
para desempañar la mirada, para mirar cuidadosamente todo lo que la
escena estaba proponiendo.

Los espectadores hicieron desaparecer lágrimas para recordar que habían
olvidado o que habían simulado el olvido, porque como dijo cierto alemán
que no vino a Cuba a cortar caña, el hombre es un animal olvidadizo por
necesidad, el hombre tiene esa inhibidora capacidad que vacía la
conciencia; y ese vaciamiento resulta beneficioso a los gobiernos, sobre
todo a la hora de esconder, de justificar sus derrotas. Lo bueno es que
la memoria reaparece y puede ser provocada, como sucedió en esa sala de
la calle Ayestarán, gracias al talento de Carlos Celdrán.

Carlos enuncia el hecho, lo pone en la cabeza de sus espectadores, les
refresca la memoria con acontecimientos de la vida, con el
desperdigamiento de la familia cubana, con la traición a las familias
cubanas. El director nos recuerda los dolores que nos asistieron, nos
enfrenta a la separación, nos propone poner el ojo sobre la enseñanza y
hace mirar esas becas que nos alejaron de nuestros padres, de la casa;
esas becas que nos obligaron a enfrentar un mundo desconocido y hasta
cruel.

Desde la primera fila del teatro volví a verme con un sombrero y una
guataca en medio de una sabana en el centro de la isla y con solo once
años, y todo porque a alguien se le ocurrió que debíamos ser fuertes,
decididos, trabajadores, que debíamos estudiar por la mañana y trabajar
por la tarde, o viceversa, en medio del sol ardiente, aun cuando solo
hubiéramos cumplido once años, porque allí, bajo aquel sol ardiente,
sacando boniatos a la tierra, se forjaba el hombre nuevo, ese que para
ser mejor debía ser separado de la familia, y allí, en medio del rigor,
nos enseñaron a mentir.

En eso pensé, y volví a recordar, gracias al empeño de Argos Teatro, los
sucesos de la embajada del Perú, y otra vez el Mariel, y recordé a mis
vecinos, a la familia Gallardo, de quienes fuimos tan cercanos. Nunca he
dejado de recordarlos; aunque desde 1980 habiten otra geografía. Luisita
aun me escribe y pregunta por los míos, a pesar de la distancia nos
comunicamos, y yo recuerdo aquella noche en que llegaron a mi casa para
anunciar la salida. Pronto llegaría un barco hasta el Mariel para
llevarlos a los Estados Unidos, y se fueron, pero antes recibieron la
furia de un montón de resentidos que lanzaron huevos en la fachada de
una casa bien cerrada.

Y luego veríamos con asombro como muchos de los represores se largaron,
pero nunca me enteré que en Miami fueran recibidos a huevazo limpio como
se merecían. Con muy pocos personajes, Carlos nos recordó una parte
dolorosa de la historia nacional, esa que nos habla de nuestros
desencuentros, de nuestras indigencias, de las burdas fajazas entre
hermanos, y todo ello provocó el llanto, pero se agradeció, porque la
historia cubana sigue siendo la misma, y el dolor no es otro.

Y no es curioso que se fuera el pequeño burgués ni tampoco aquella
esposa y madre represora. Es curioso que solo quedara el muchacho, ese
jovencito que aparece en la piel del actor Daniel Romero, a quien ya
conocíamos por su desempeño en "El ojo del canario", esa película de
Fernando Pérez que cuenta sobre la juventud y la adolescencia de José
Martí. Y no creo que sea accidental esa coincidencia; quiero pensar que
el artista y hombre inteligente que es Carlos Celdrán, no escogió por
gusto a ese actor. Yo al menos estuve viendo a Martí en el escenario; un
joven Martí que volvía a llorar por las afrentas que la patria soporta.
Debe ser por eso que lloré, como muchos de los asistentes, porque Cuba
duele, y duele mucho.

Yo aplaudí vehemente, y me gustaría creer que entre esos que aplaudimos
no estuviera algunos de los que juntó sus palmas para celebrar la
represión y algunos discursos laudatorios y exaltados, ojala ninguna de
las manos que se juntaron esa noche para celebrar se ocuparan antes
tirando huevos o dando una paliza al inocente. Y si alguno de esos
estuvo aplaudiendo aquella noche en el teatro, deseo que sus palmadas y
sus lágrimas le permitan expiar sus culpas.

Source: Una historia de Cuba contada entre suspiros | Cubanet -
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