viernes, 8 de julio de 2011

Enfermedad y democracia

Enfermedad y democracia
Sergio Ramírez
Viernes, 8 de julio de 2011

No se trata solamente de delegar funciones administrativas. Se trata de
querer esconder, a pesar de que está a plena vista, que hay un vacío
absoluto de sucesión en el liderazgo político

Me impresionó ver al presidente Chávez enfermo, en uniforme deportivo
como los que usa ahora su anfitrión Fidel Castro, sosteniendo un
ejemplar del mismo día del periódico Granma, órgano oficial del Partido
Comunista de Cuba. Es lo que se acostumbra para demostrar que las
personas secuestradas se encuentran vivas, y que por tanto los trámites
para el pago del rescate pueden continuar.

No se trataba de un secuestro, por supuesto, más que en el sentido
cariñoso, y jocoso, en que lo dijo el presidente de Uruguay, José
Mujica, que Fidel tenía secuestrado a Chávez para su propio bien. Se
trata más bien de la cultura del secreto, que es contraria a la
democracia, y consecuencia de las tinieblas que trae consigo una
mentalidad cerrada a la transparencia en la información. ¿A quién se le
ocurriría aconsejarle a Chávez esa foto con el periódico del día en la
mano? Lo que consiguieron con eso fue todo lo contrario de lo que
pretendían: levantar más sospechas, y multiplicar las especulaciones.
Ahora, aunque no sea así, hasta su intempestivo viaje de regreso a
Caracas parece parte de una misma trama de engaños calculados.

Que el presidente Chávez padecía de cáncer es algo que se había
comentado ya en diversos periódicos del mundo, y en decenas de piezas de
información colocadas en la red electrónica. ¿Pero por qué dar paso a
todo ese cúmulo de comentarios, no todos ellos bien intencionados,
usando el silencio y la desinformación como escudos?

Primero, quién se enferma. Nos enfermamos todos. Todos somos hijos de la
enfermedad y de la muerte, y todos tenemos derecho a buscar el mejor
auxilio médico para preservar nuestra vida, se tenga o no graves
responsabilidades de estado como en el caso del presidente Chávez. Fue a
buscar ese auxilio a Cuba, como otros políticos poderosos lo buscan en
las clínicas y hospitales de Estados Unidos, donde más cómodos se sienten.

Recuerdo el caso del presidente Napoleón Duarte de El Salvador, afectado
gravemente por un cáncer, y quien buscó cura en Estados Unidos. O más
recientemente el caso del presidente Fernando Lugo de Paraguay, quien
buscó cura en Brasil. Pero en ambos casos, los salvadoreños y los
paraguayos, supieron desde el principio qué mal afectaba a sus
presidentes, y cuáles eran los procedimientos que se seguirían para
tratarlos. Por lo general, son los médicos personales los que se
encargan de informar a los ciudadanos, o se emiten boletines periódicos
de parte de los hospitales, sin ocultar ni distorsionar nada, porque se
trata de personajes públicos cuyo estado de salud afecta la vida social.
Decir la verdad en estos casos, es un deber democrático.

En cambio, el secretismo es un ardid que conspira contra la democracia,
de la que es parte esencial el derecho a saber; no como una curiosidad
malsana, como la que alguien puede sentir acerca de los entretelones de
las vidas de las estrellas del espectáculo, amoríos, divorcios y
enfermedades. Pero no es así en el caso de las personas que ejercen
funciones de estado, y que tienen responsabilidades con toda la
sociedad. Un presidente enfermo no puede comportarse como un secuestrado.

Y esto, repito, está conectado con el sistema político que se encabeza.
La enfermedad imprevista de un presidente, en una sociedad regida con
voluntad democrática, es algo que afecta a las instituciones, que a su
vez establecen mecanismos para hacer que mientras la cabeza del sistema
falta, todo siga funcionando sin tropiezos. Hay sustitutos temporales,
hay facultades que es necesario delegar, hay relevos.

Pero lo malo es cuando esos sustitutos o relevos no han sido
contemplados, porque si el caudillo único se enferma, lo que sobreviene
es el miedo a que el sistema haga agua, o se desplome. De ese miedo
proviene el secretismo, no de ninguna otra causa. Las construcciones
políticas en las que se basa el poder del caudillo dependen de su
presencia infaltable, de su voluntad omnímoda, de que se le obedezca, de
que su palabra se cumpla, no del funcionamiento de las instituciones.

Después que el presidente Chávez se vio obligado a revelar el mal que
padece, porque los ardides del secreto resultaron en un terrible
fracaso, apareció en otro video grabado en La Habana en el que aparece,
en su mismo traje deportivo, reunido con un pequeño grupo de asesores.
Todo es una pequeña puesta en escena. Por teléfono, dice él mismo, está
en constante comunicación con sus funcionarios en Caracas, dando
instrucciones, vigilando que las medidas ordenadas se cumplan,
ocupándose de los más nimios detalles; como siempre, porque siempre todo
ha estado en su puño.

Pero esto no es lo que hace un enfermo de cuidado, cuyo deber es,
primero que nada, recuperarse, para poder retomar su cargo cuando las
condiciones de su salud se lo permitan. Un tratamiento de cáncer es como
otra enfermedad, que afecta y disminuye las funciones físicas de una
persona, mientras no logre salir adelante. Pero no se trata solamente de
delegar funciones administrativas, que para eso la Constitución
contempla la existencia de un vicepresidente. Es peor. Se trata de
querer esconder, a pesar de que está a plena vista, que hay un vacío
absoluto de sucesión en el liderazgo político. Porque los caudillos no
tienen sucesores. No pueden tenerlos.

Hay una cierta pretensión de inmortalidad en esta idea de que un
caudillo no tiene sucesor. Será el líder, el presidente, hasta la
consumación de los tiempos, o hasta su muerte tras una vida longeva,
nunca interrumpida por el azar de una enfermedad sorpresiva. A veces lo
consiguen, como su antecesor Juan Vicente Gómez, que falleció muy viejo
en el poder, y tuvo además la dicha suprema de nacer el mismo día en que
nació Simón Bolívar, y de morir también en el mismo día que el Libertador.

Este vacío se vuelve entonces un arma de doble filo, porque no habiendo
sucesor político visible, ni juego democrático dentro del partido en el
poder para que ese sucesor sea escogido, las pretensiones políticas, que
son parte también de la naturaleza humana, igual que la enfermedad, se
desatan sin freno.

De manera que lo mejor que puede ocurrir es que el presidente Chávez,
plenamente recuperado, entregue la presidencia a un sucesor
legítimamente electo por el pueblo, sea de su propio partido, sea de la
oposición. Su salud a salvo, y también la salud de la democracia.

Masatepe, julio 2011.
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