martes, 4 de abril de 2017

Disidencia y silencio

Disidencia y silencio
ARMANDO CHAGUACEDA | Ciudad de México | 4 de Abril de 2017 - 06:02 CEST.

La condición disidente no es producto de un calculo razonado. No alude a
una militancia particular o un credo especifico. Ni siquiera nace de un
odio primigenio a eso que llaman Revolución.

Son el abuso cotidiano, la decepción acumulada, la vergüenza
insoportable y, en buena medida, el azar, los que convierten a un simple
ciudadano en un disidente.

No es preciso leer a Havel sino ser víctima de un desalojo. Tampoco se
necesita comulgar con Adam Smith sino presenciar el acto de repudio a un
compañero de clase. Ni siquiera hay que entrenarse con la CIA; basta con
protestar, como comunista honesto, y hay muchos, por la tremenda
distancia entre la utopía y la realidad.

En un país donde la simulación y el oportunismo constituyen rasgos
distintivos de la psiquis nacional, no hay que tener madera de héroe
para devenir disidente. El joven profesor enfrentado al dogma y el
hastío, que fomenta en su clase un pensar crítico. La activista que
pelea, cada día, con los burócratas locales para revivir la vida
marchita de su barrio. El poeta que se niega a tarifar su pluma y
desaparece de congresos y catálogos. La obrera, humilde y frágil, que
defiende su amistad con el vecino opositor. Todos son disidentes. Y no
en un sentido metafórico: cuando se abran los archivos nos espantaremos
de la magnitud de la paranoia de ese poder para con su pueblo. A fin de
cuenta, son siempre quienes mandan los que definen la condición de
existencia —y de lucha— de aquellos que rechazan sus designios.

Escribo estas líneas tras debatir con un viejo amigo. Talentoso, cree
posible usufructuar una disidencia tolerada por el poder. Sus textos,
bien hilados, sueñan con futuros participativos y un país de ciudadanos.
Quiere ser, a la vez, Consejero del Príncipe y Tribuno de la Plebe. Al
leerlo, me remonto a esos años en los que, juntos, apostábamos por una
suerte de reformismo milimétrico, en aulas y parques habaneros. Los
mismos que nos valieron más de un regaño sutil, una intimidación franca
y, a la postre, un viaje sin retorno.

Pero sucede que ya no somos esos mozalbetes cuya inspiración hereje,
hija del adoctrinamiento y la desinformación, llegaba hasta Gramsci.
Sabemos, nos han hecho saber, que hay algo más: más libertad y más
injusticia, allende nuestros pequeños círculos. Hemos visto los rostros
del opresor y de la madre golpeada, del preso vejado y el funcionario
corrupto. Pagamos un precio, de lejanía y desarraigo, por las malditas
circunstancias.

Ese amigo, en una actitud que me estremece, niega la disidencia. Rechaza
dialogar con ella, reconocerla en sus escritos, asignarle algún valor a
quienes asumen esa condición desde el activismo e intelectualidad
cubanas. Su elección política se funde con una postura ética: la de
abandonar a su suerte a quienes luchan, sin ambagues, por un país mejor.
Con el mismo derecho y esperanza con los que él sostiene su posibilismo
incierto y sus consejos al poder. Espero que su apuesta llegue a buen
puerto, que provea siquiera algunos gramos de decencia pública en los
años por venir. Si sucede, Cuba tal vez no sea plenamente libre pero sí
más respirable. Pero si no lo logra, tras haber invisibilizado a las
victimas y resistentes del despotismo, su fardo será pesado. Para él y
para todos.

Este artículo apareció originalmente en La Razón, de México. Se
reproduce con autorización del autor.

Source: Disidencia y silencio | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1491250428_30125.html

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