Después de las meganarraciones
FERNANDO MIRES | Oldenburg | 17 de Abril de 2017 - 06:18 CEST.
La mayoría de quienes trabajamos con esa cosa tan resbalosa llamada
ciencia política estamos de acuerdo en un punto: las meganarraciones
históricas atraviesan por una profunda crisis. En tal sentido podríamos
afirmar que la política ya no puede seguir orientada de acuerdo a
cánones trascendentalistas, o por un "más allá" situado fuera de los
espacios de la conflictividad real de actores que disputan sus intereses
e ideales en la polis que habitan, sea esta nacional, regional o global.
La crisis —al parecer terminal— que vive la mayoría de los proyectos
socialistas en su cuna originaria, Europa, puede ser también vista como
un resultado de la crisis de las grandes narraciones históricas. Pero
también a la inversa. El socialismo en todas sus variantes fue una
ideología futurista, portador de una promesa igualitaria y, en las
visiones más alucinadas: de una sociedad perfecta.
Las desgracias materiales en que convirtieron a sus naciones los
regímenes comunistas cuando se hicieron del poder sería un argumento más
que suficiente para aceptar la definitiva devaluación histórica de los
vendedores de futuro. Para muchos, una tragedia. La meta de "la sociedad
superior" había sido para los socialistas lo que el paraíso es para las
religiones.
Desde que cayó el Muro de Berlín, los socialistas revolucionarios (o
comunistas) casi no existen o se han convertido en algo que está mucho
más cerca del ideario del fascismo que del socialismo, sobre todo en el
ex Tercer Mundo (Assad, Castro, Maduro, Mugabe, Ortega, entre otros).
Los socialistas democráticos, principalmente los europeos, lograron
sobrevivir a la debacle originada por la caída de los regímenes
comunistas. Pero hoy, con cierto retraso, les está llegando el turno.
Casi en ningún país europeo logran levantar cabeza. En las recientes
elecciones de Austria y Holanda mostraron estar en extinción. El
fenómeno Schulz en Alemania se está desinflando tan rápido como
apareció. En Francia sobrevive solo gracias a una extrema izquierda
demagógica encarnada en la persona de Mélenchon. En España se encuentran
incluso debajo del neoestalinismo representado por Podemos.
Definitivamente tuvo razón Alain Touraine. El socialismo fue una
ideología de la sociedad industrial. Pero esa sociedad industrial ya no
existe y los socialistas, tanto los revolucionarios como los
democráticos, no han logrado adecuarse al nuevo orden de cosas
equivalente a la sociedad posindustrial (o digital).
No son pocos, sin embargo, los que piensan que junto con la caída real e
ideológica del socialismo en sus dos versiones, la comunista y la
socialista democrática, entramos por la vía de un mundo sin esperanzas,
al infierno del capitalismo sin salida, a la noche de la resignación
total. ¿No fue el socialismo la alternativa al capitalismo? Frente a
esos lamentos, vale la pena reflexionar con cierta calma.
¿No ha pensado nadie que la disyuntiva "comunismo o socialismo" nunca
existió? ¿O que el socialismo solo fue una ideología surgida de una
creencia naturalista decimonónica, una que desde la era de los filósofos
positivistas suponía que las sociedades son organismos vivos que se
desarrollan desde estadios inferiores hacia otros supuestamente
superiores? ¿No se han dado cuenta todavía de que el socialismo en la
antigua URSS, China y Cuba no fue más que la vía estatal hacia el
capitalismo más salvaje que es posible imaginar? Vale la pena meditarlo.
No sería la primera vez que una creencia falsa se ha mantenido, incluso
durante siglos sobre una base supuestamente científica.
Antes de Copérnico las ciencias establecían que el Sol giraba alrededor
de la Tierra. Antes de que apareciera la química los científicos creían
en la alquimia. Antes de Einstein nadie pensaba en una realidad
no-material. Después de Marx, hay quienes suponemos que la llamada
sociedad no está sujeta a evoluciones orgánicas, que el futuro es
incierto y —sobre todo— que ningún orden político y social puede ser
mejor que las personas que lo conforman.
Si queremos buscar dicotomías, la que ha existido a lo largo de un gran
plazo histórico ha sido entre economías estatales y economías liberales;
o también: entre economías con mayor o con menor participación social.
Pero la alternativa entre comunismo y capitalismo no ha existido jamás,
por lo menos no en el sentido planteado por los llamados "clásicos".
El socialismo no fue más que un producto de la imaginación de algunos
grandes maestros. Si lo vemos así, el fin del socialismo que hoy estamos
presenciando, no sería más que el fin de una ilusión, o si se quiere, de
una meganarración surgida de un paradigma científico no aplicable a la
dinámica del mundo que habitamos.
Por supuesto; tampoco es para celebrarlo. Los socialistas, sobre todo
los democráticos, pese a ser irreales, existieron. Y detrás de sí, como
todo lo que desaparece, han dejado un vacío. Desde ese vacío emergen en
Europa los llamados populismos de derecha; algunos de ellos,
decididamente fascistas.
No es casualidad que mientras más estrepitosa es la debacle de los
partidos socialistas, más violentas y numerosas son las embestidas de
los radicales políticos. En cierto modo ellos reclaman para sí partes
del legado socialista, entre otras, el paradigma de las
mega-narraciones. La lucha de clases es dirigida —basta escuchar a la Le
Pen— en contra de las elites políticas y de los emigrantes más pobres
(sucesores teóricos del "lumpenproletariado" de los marxistas). La
progresía (clase política) ha sustituido a la burguesía y el enemigo
principal ya no es el imperialismo norteamericano sino la Unión Europea.
Frente a ese enemigo caben todas las alianzas: desde los EEUU de Trump
hasta la Rusia de Putin.
Pero el peligro de los nuevos radicalismos —es la buena noticia— no será
esta vez enfrentado por los radicalismos de izquierda como ocurrió en el
siglo pasado. Esa es la clave que explica por qué el avance neofascista
está siendo hoy contrarrestado, no con otros movimientos y líderes
portadores de promesas metahistóricas, sino con amplias coaliciones
democráticas. Esas coaliciones no ofrecen ningún futuro luminoso,
ninguna redención para la humanidad, ningún hombre nuevo, ninguna
meganarración. Esas coaliciones solo quieren salvar lo poco de lo bueno
que tenemos. Por ejemplo, a esa democracia que, citando por enésima vez
a Winston Churchill, es "la peor de las formas de gobierno con excepción
de todas las demás".
Gracias a esas nuevas coaliciones a las cuales los socialistas
democráticos (o sus restos) comienzan a plegarse, la política europea ha
recuperado lo que nunca debió haber perdido: su sentido existencial; su
permanente negación a quienes en nombre de grandes ideales y principios
supuestamente universales pretenden destruir las libertades inscritas en
esa joya de la historia que es la Declaración Universal de los Derechos
Humanos.
En ese punto tiene razón Michael Ignatieff: los derechos humanos (y no
las meganarraciones) son —o han llegado a ser— la ideología del
Occidente democrático.
Source: Después de las meganarraciones | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/internacional/1492379721_30428.html
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