¿Elecciones para quién?
MIGUEL SALES | Málaga | 25 de Octubre de 2016 - 08:35 CEST.
La perspectiva de que Raúl Castro cumpla su promesa de no perpetuarse en
el poder más allá de 2018 y el vago anuncio de una reforma de la ley
electoral para esa fecha, han generado en Cuba la esperanza de que ese
año podría iniciarse un cambio de sentido democrático en la Isla.
Incluso algunos opositores han declarado su intención de presentarse a
las elecciones previstas para entonces, con la convicción de que es
posible transformar el régimen desde dentro, aprovechando los resquicios
de autonomía ciudadana que dejan las leyes vigentes.
Con todo el respeto que merecen quienes en Cuba se atreven a oponerse a
un régimen dictatorial y afrontan todo tipo de represalias por expresar
sus ideas, creo que esa estrategia electoral sería un error y un
despilfarro.
En Cuba, las violaciones de derechos humanos —comprendidos los derechos
a la libertad de opinión, reunión y asociación pacíficas, que garantizan
los artículos 19 y 20 de la Declaración Universal de Derechos Humanos
(DUDH), y a la participación equitativa en la vida pública mediante
elecciones libres y auténticas, consagrada en el artículo 21— no son
hechos esporádicos o accidentales, sino prácticas permanentes,
enquistadas en la Constitución y el Código Penal del régimen. Al formar
parte de la normativa jurídica del Estado, esas violaciones son
"legales", aunque sigan siendo ilegítimas en virtud de los pactos de las
Naciones Unidas y conciten el rechazo de la comunidad internacional.
De esa manera el Estado cubano, signatario tanto de la DUDH como de los
pactos internacionales de derechos civiles, políticos, económicos,
sociales y culturales de las Naciones Unidas, niega a sus ciudadanos en
la Isla y en el exterior los mismos derechos que reivindica en los foros
mundiales para los refugiados sirios, los obreros sudafricanos, los
indígenas guatemaltecos o los transexuales de Uzbekistán.
En el marco jurídico vigente, la ley electoral cubana es un cúmulo de
normas arbitrarias concebidas para asegurar el poder monopolístico del
Partido Comunista (PCC) ante cualquier intento individual o colectivo de
promover ideas o medidas políticas diferentes. Por definición, el PCC es
el único que posee una concepción científica e infalible de la Historia
lo que, bajo el esclarecido liderazgo de la familia Castro que dura ya
casi 60 años, le ha permitido conducir al país hasta la indigencia
presente. De modo que los votantes no pueden elegir entre candidatos de
partidos diferentes y ni siquiera entre dos programas distintos dentro
del mismo PCC; los aspirantes no tienen acceso a los medios de
comunicación ni posibilidad alguna de dar a conocer sus puntos de vista
y sus proyectos de futuro.
En esas condiciones, participar en los comicios sería contribuir a
prolongar esa situación arbitraria e ilegítima, incluso si los
candidatos opositores obtuvieran algunos escaños. Porque el sistema está
diseñado para neutralizar la capacidad de cambio de los diputados
mediante el voto indirecto y porque ese simulacro de democracia
aportaría legitimidad al régimen ante la comunidad internacional. Las
elecciones auténticas, esas que exige la DUDH, solo pueden realizarse en
el marco de un Estado de derecho, con garantías de igualdad para todos.
Una farsa electoral
Contribuir a una farsa electoral como las que se han venido celebrando
en los últimos años, en las que el régimen ha obtenido invariablemente
más del 95% de los sufragios, sería además un despilfarro de energía y
recursos. Hasta las agrupaciones más moderadas, como la Plataforma
Ciudadana #Otro18, han señalado ya que sería necesario reformar
previamente la Constitución y la normativa electoral para que una nueva
ley "plural, libre, justa y que anime la competencia, ajustada a los
estándares internacionales" diese sentido democrático y renovador a los
comicios de 2018.
La Unión Liberal Cubana (ULC), que me honro en presidir, sostiene que el
paso previo a cualquier reforma o eventual elección ha de ser la
amnistía de todos los presos políticos y el cese de la represión contra
la oposición pacífica.
La liberación de los presos políticos es un requisito indispensable para
la reconciliación nacional y la búsqueda de un amplio acuerdo que
permita a todos, sin excepción, participar en la solución de los
problemas del país. "El respeto al derecho ajeno es la paz", escribió
Benito Juárez. El Estado socialista es precisamente lo opuesto al Estado
de derecho: está en guerra permanente porque desconoce y violenta los
derechos de buena parte de los ciudadanos, que no comparten sus ideas y
supersticiones. Esa política de exclusión y represión condena a la
sociedad a vivir en una situación anómala.
Las personas que en Cuba están presas por delitos de opinión
comprendieron el peligro que representaba para el país la continuidad de
esa anomalía social y trataron de remediarla pacíficamente, arriesgando
su libertad e incluso su propia vida. Por eso el primer paso de
cualquier proyecto de reconciliación nacional y recuperación democrática
ha de ser la amnistía inmediata e incondicional de los presos políticos.
Solo a partir de la amnistía y el cese de la represión contra quienes se
atreven a expresar públicamente sus criterios divergentes, podría
empezar a plantearse la cuestión de la reforma constitucional y
electoral. No se puede negociar con las cárceles llenas de opositores y
la policía maltratando y arrestando a los manifestantes en la calle. Y
solo después de una reforma de la normativa vigente, que garantizara las
reglas del juego democrático, tendría sentido la participación de la
oposición en la contienda electoral.
De modo que el orden de los factores debería ser: amnistía, reforma
constitucional y elecciones libres con supervisión internacional.
Pero todo eso son fines u objetivos. Y la pregunta que se impone es:
¿cómo conseguirlos? ¿Cuáles son los medios, en la situación actual, para
obligar un régimen anquilosado y represor a modificar sus políticas y
aceptar que las reglas del juego han cambiado, no solo en la escena
internacional, sino también en el ámbito nacional?
Exigir los derechos en la calle
Ni las protestas aisladas de la oposición en el interior de la Isla ni
la presión menguante del exterior han sido muy eficaces en esta tarea.
Los jerarcas de La Habana están convencidos de que, en el fondo, el
régimen es irreformable. Así lo demostraron las experiencias de Europa
del Este y luego de China. Las presuntas reformas han de ser cosméticas,
no deben tocar al núcleo duro del sistema (control estatal de los
principales sectores económicos, monopolio del poder político en manos
del partido único y privilegios de la casta militar) y han de anunciarse
a bombo y platillo, para entretener las esperanzas de la población y
crear en el extranjero la ilusión de que, ahora sí, el cambio ha comenzado.
La única manera de deslegitimar esa operación de camuflaje es exigir en
la calle los derechos cívicos que el Gobierno deniega o aplasta.
Mientras un número suficiente de cubanos no se decida a reclamar
públicamente esos derechos, todas las peticiones, los discursos ante
organismos internacionales, las gestiones de las ONG y las condenas de
las asociaciones humanitarias quedarán en agua de borrajas.
Cuando se plantea este análisis surge inevitablemente en su contra el
argumento tremendista de "poner el muerto". A quienes sostenemos la idea
de la protesta popular pacífica se nos acusa de fomentar
irresponsablemente la violencia, dando por sentado que el Gobierno
responderá con un aumento del volumen y la intensidad de la represión,
hasta llegar a matar en la calle a los manifestantes que reclamen sus
derechos.
Pero la evidencia histórica no apuntala esa prevención. El castrismo ha
matado mucho, pero siempre ha tratado de hacerlo con nocturnidad y
discreción, nunca en la vía pública. Y si no lo hizo en los años
iniciales, cuando la dictadura contaba con más respaldo popular y el
comunismo parecía una fuerza pujante en el mundo entero, tampoco lo hará
ahora, tras el fracaso empírico del sistema y el descrédito universal de
las ideas marxistas-leninistas.
Desde hace años, un puñado de heroicos disidentes se manifiesta
pacíficamente cada semana en las calles de La Habana y, a veces, en
otros lugares de la Isla. La policía y los grupos paramilitares los
reprimen, pero tienen órdenes de evitar el derramamiento de sangre. Por
eso ha habido poquísimas víctimas mortales en esos choques.
Quienes creemos que la única vía eficaz de iniciar un cambio democrático
pasa por llevar a la calle la protesta popular, no estamos convocando a
morir por la patria, como en los versos del himno nacional, sino a vivir
para ella. Pero a vivir con decoro y provecho. En pleno ejercicio de los
derechos que son prerrogativas inherentes al ser humano y al ciudadano,
consagradas en el derecho internacional y los pactos de las Naciones
Unidas, y no dádivas ni licencias que otorga un Gobierno dictatorial y
anacrónico.
La imagen de un grupo de manifestantes pacíficos masacrados por los
esbirros del Gobierno pondría en evidencia de manera catastrófica la
ilegitimidad del poder castrista. A estas alturas de la historia, hechos
como ese no se pueden ocultar. Por eso el régimen se afana en dividir y
aislar a la oposición, para evitar la tan temida expresión masiva de
descontento popular, que no podría reprimir violentamente. Mientras
sean dos docenas los que se atrevan a protestar en público, será
sencillo reprimirlos. Cuando 10.000 personas (el 0,1% de la población,
una de cada 1.000) salgan a la calle, el aparato represivo será
impotente y tendrá que limitarse a mantener el orden y cortar el
tráfico. Y el Gobierno tendrá que tomar nota y empezar a cambiar las
reglas del juego.
Así fue como cayó la mayoría de las dictaduras comunistas de Europa del
Este. Primero vino la escenificación callejera de la quiebra y el
descrédito del régimen. Luego la amnistía y las reformas. Y, por último,
las elecciones, con garantías suficientes para que el voto fuera
expresión legítima de la voluntad popular. Para que los comicios no sean
un simulacro de ejercicio democrático que solo sirva para enmascarar la
ilegitimidad del sistema, es preciso que se realicen en un contexto de
derechos y garantías ciudadanas.
A diferencia de lo que nos enseñaron en las clases de aritmética, en
política el orden de los factores sí altera el producto.
Source: ¿Elecciones para quién? | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1477276399_26211.html
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