La sopa de pescado del castrismo
MIGUEL SALES | Málaga | 15 de Junio de 2016 - 10:36 am.
Según los últimos partes relativos a sus constantes vitales, el
castrismo goza de una mala salud de hierro. Su presidente y primer
secretario del partido único cumplió estos días 85 años, y su creador y
símbolo cumplirá 90 en agosto. Los acreedores internacionales que
durante decenios habían reclamado las deudas contraídas por La Habana,
se apresuran a borrar de sus archivos los créditos impagados y se
disponen a prestarle dinero fresco. Gobernantes legítimos, estrellas de
la farándula, diseñadores abanicados y aventureros de las finanzas
acuden en tromba a la Isla, ávidos de visitar el parque jurásico del
socialismo tropical o de posicionarse con miras al capitalismo que creen
inminente. Y su enemigo histórico, el Coloso del Norte que, según la
propaganda, había sido la causa del fracaso económico y la política
represiva del régimen, se rindió con armas y bagajes a los pies de la
fortaleza inútilmente asediada y está a punto de entregar al general
victorioso las llaves del Fondo Monetario y el Banco Mundial.
Desde que los alemanes derribaron el Muro de Berlín, allá por 1989, se
suceden las cábalas sobre el fin del comunismo cubano. Tras la
desaparición de la URSS en 1991, la fórmula de la agonía del castrismo
ha pasado poco a poco a ser un tópico irónico. Ortega y Gasset, (que era
una sola persona a pesar de lo que creía una ministra cubana que
aseguraba que eran dos, "como Marx y Engels"), se preguntaba cómo era
posible llamar Reconquista a una cosa que duró 800 años. Pues algo así
sucede con el régimen de la familia Castro: no es posible llamar agonía
a una cosa que dura ya más de un cuarto de siglo. Y comprobada la
parsimonia faraónica con que se transforma, ni siquiera resultan
adecuados términos como "transición", "evolución" o "metamorfosis".
Los politólogos tendrían que inventar otra taxonomía para clasificar
esta especie de neosultanatos que combinan el rigor mortis político,
con la crisis económica permanente y la lenta podredumbre social. En la
actualidad, solo dos regímenes acumulan títulos suficientes para figurar
en esa categoría: Cuba y Corea del Norte que, como todo el mundo sabe,
son del mismo pájaro antediluviano las dos alas.
Para explicar la supervivencia del castrismo, los expertos suelen
enumerar factores como la condición insular del país, la naturaleza
totalitaria del régimen y el contexto de Guerra Fría en el que surgió,
rasgos que sin duda contribuyeron a su consolidación y durabilidad.
Menos atención se presta, en cambio, a otros aspectos como las ideas y
creencias que obraron en sus orígenes y que todavía lo apuntalan, aunque
sea por defecto.
El más importante de esos factores ideológicos fue la creencia, que
muchos cubanos albergaron durante más de 100 años, de que la Isla estaba
predestinada a lograr un protagonismo mundial que no guardaba relación
alguna con sus condiciones físicas y que ese destino grandioso solo
podría alcanzarse mediante la violencia revolucionaria. La explicación
del origen y la evolución de este mito compensatorio excedería con
creces el marco de este artículo. Por ahora cabe apuntar aquí que la fe
en un destino nacional glorioso solo realizable mediante la revolución
arraigó en una minoría ilustrada de la sociedad cubana a mediados del
siglo XIX y, tras el fracaso de 1878 y la semivictoria de 1898 —sucesos
en los que EEUU desempeñó una importante función—, se transformó en el
mito de la revolución inconclusa.
La fabulosa promesa de libertad y prosperidad que la revolución
encarnaba había quedado trunca y en suspenso, debido a la mala suerte y
la injerencia de un poder extranjero. El imperativo categórico de las
nuevas generaciones era reiniciar el ciclo revolucionario que culminaría
la magna empresa redentora, la catarsis verdadera que salvaría a la
patria y traería la felicidad al sufrido pueblo cubano. Esta teleología
nacional-revolucionaria, que en el siglo XX incorporó no pocos conceptos
marxistas, fue el motor de la revolución de 1927-1933 contra el
presidente Gerardo Machado y la de 1957-1959 contra el presidente
Fulgencio Batista, y contribuyó en gran medida a desacreditar las
instituciones republicanas y a legitimar la violencia como instrumento
político.
Las luchas mafiosas en la universidad, el matonismo de los grupos
sindicales y la injerencia violenta de los militares en la vida pública
tuvieron la misma raíz ideológica. En un contexto así, un grupo radical
podía asaltar un cuartel del ejército en pleno carnaval, causar varias
decenas de muertes y terminar amnistiado —y glorificado— apenas dos años
después. Hasta los peores crímenes podían tolerarse o aplaudirse,
siempre que se cometieran en nombre de la revolución.
Al concluir ese periodo, ¿qué ocurrió realmente en 1959? La mayoría de
la gente pensaba que había caído un gobierno y la revolución traería
otro, capaz de restablecer los derechos constitucionales, sanear la
administración y proseguir la senda del desarrollo. Los más sagaces
comprendieron que junto con el Gobierno se hundía el Estado y que la
nación ponía su futuro en manos de un nuevo caudillo, más peligroso que
los anteriores. Pero prácticamente nadie intuyó entonces que terminaba
un ciclo histórico, que se cumplía un designio colectivo que había
dinamizado la vida pública desde 1850.
El triunfo de Fidel Castro ese año suscitó la adhesión mayoritaria de la
población porque era la ocasión, no solo de enmendar el rumbo de la
República en algunos aspectos, castigar a los gobernantes venales o
restaurar la Constitución de 1940, sino de proceder al ansiado "borrón y
cuenta nueva" y concretar los profundos anhelos de identidad nacional y
destino grandioso que venían germinando desde hacía más de un siglo.
Nunca fue tan poderosa la ilusión milenarista de que era posible empezar
de cero, abolir el pretérito y reinaugurar la Historia.
El cumplimiento de esta aspiración casi general y el fracaso posterior
del régimen en todo lo que no fuera controlar el poder sine die y
aplastar a la sociedad civil, agotaron la creencia en el destino
nacional glorioso solo realizable mediante la revolución. Ese es el
origen de lo que Julián Marías llama la crisis de la ilusión: "A medida
que la pretensión colectiva de una sociedad se va cumpliendo y
satisfaciendo, se va agotando; el horizonte se aproxima y en el mismo
momento en que aparece como accesible, deja de ser horizonte y se
convierte en el muro de una prisión. Esta es la forma de crisis en la
que se repara muy pocas veces".
Esa fórmula describe apropiadamente lo que viene ocurriendo en Cuba los
últimos años. Casi nadie cree que sea posible sacudirse el vetusto
aparato totalitario y construir otro país, porque casi nadie alcanza a
concebir un proyecto nacional capaz de ilusionar a un sector mayoritario
de la población. El comunismo ha fracasado, en Cuba como en el resto del
mundo, pero por ahora los cubanos no encuentran solución de recambio.
El escritor Václav Havel, primer presidente de Checoslovaquia tras la
caída del imperio soviético, empleó la metáfora de la pecera para
explicar esta situación. Cuando uno tiene una pecera y quiere
convertirla en una sopa de pescado, la solución es sencilla: basta con
aumentar la temperatura lo suficiente, durante el tiempo necesario. El
problema empieza cuando, a partir de la sopa de pescado, se quiere
volver a obtener un acuario.
La sociedad cubana se coció a una temperatura heroica durante más de un
siglo. Ahora descubre con asombro que el país está abocado a un destino
mediocre y que el sujeto histórico, la nación, se está desintegrando,
entre la crisis demográfica y la sangría migratoria. ¿Y la revolución?
Pues es lo más parecido a una sopa de pescado que uno pueda imaginar.
Source: La sopa de pescado del castrismo | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1465565574_22993.html
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