Los asesinos
JUAN ORLANDO PÉREZ | Londres | 10 Ago 2013 - 12:46 pm. | 120
¿Quién mató a Oswaldo Payá? ¿Era el único opositor capaz de liderar una
transición política? ¿Es Ángel Carromero un testigo de fiar?
El general Wojcech Jaruzelski dio un golpe en la mesa, exasperado.
"Alguien debería obligarlo a parar de ladrar", bramó el dueño de
Polonia. Años después, Jaruzelski mantendría que esa frase había sido
solo un exabrupto, una forma de hablar, no una orden. Pero alguien que
lo oyó, aún no se sabe bien quién, quizás un alto oficial de la
Seguridad del Estado rabiosamente diligente, creyó que el general
Jaruzelski había pronunciado una categórica sentencia de muerte contra
el padre Jerzy Popieluszko, el joven sacerdote católico cuyos exaltados
sermones estaban haciendo más daño al gobierno comunista que el
sindicato Solidaridad.
El 19 de octubre de 1984, el auto en que Popieluszko regresaba a
Varsovia después de celebrar misa en el pueblo de Bydgoszcz fue detenido
por tres hombres en un tramo de camino poco transitado. El jefe de los
verdugos era Grzegorz Piotrowski, el joven jefe de la sección del
Ministerio del Interior dedicada a vigilar las actividades
anticomunistas de la Iglesia Católica. Piotrowski y sus dos secuaces
amarraron y amordazaron a Popieluszko y lo encerraron en el maletero del
auto. Cuando la víctima intentó escapar, lo golpearon tan furiosamente,
que más tarde, cuando el cadáver fue encontrado, su rostro era
irreconocible, el hígado y los intestinos habían sido reducidos a pulpa,
y los pulmones estaban llenos de sangre.
Los asesinos no tenían, sin embargo, un plan muy elaborado, eran solo
unos toscos carniceros. Después de deliberar qué hacer con Popieluszko,
decidieron atarle piedras a los pies y echarlo a una presa en el río
Wisia. Diez días después, el cadáver fue recuperado de las aguas del
Vístula y llevado a Varsovia, donde medio millón de personas celebraron,
llorosamente, su funeral. Para entonces, el gobierno comunista de
Polonia tenía sus días contados.
Esa historia, muy probablemente, no se repitió en Cuba el año pasado, ni
siquiera con las chapuceras variaciones que podrían esperarse de
nosotros. Quizás me equivoque, a lo mejor cuando los archivos del
Ministerio del Interior de Cuba sean abiertos al escrutinio del público
se sepa que el general Raúl Castro, personalmente, ordenó el asesinato
de Oswaldo Payá, o bien, que una frase suya fue fatalmente malentendida
por uno de sus genízaros, como la del general Jaruzelski supuestamente
lo fue. Ambas cosas son posibles, como casi todo en la vida lo es, pero
estas dos no lo son mucho.
Por toda la alharaca que ha rodeado la muerte de Payá y de Harold Cepero
en una carretera del oriente de Cuba, en la tarde del 22 de julio del
2012, azuzada esta semana por las nuevas declaraciones de Ángel
Carromero a El Mundo, nadie ha ofrecido una explicación satisfactoria de
las razones por las cuales Raúl hubiera ordenado matar a Payá, líder del
Movimiento Cristiano de Liberación, uno de los grupos más duraderos y
laboriosos de la oposición política en Cuba.
Carromero, que conducía el auto en que viajaban Payá, Cepero y el sueco
Aron Modig aquel día, dijo a El Mundo que Payá había sido "el único
opositor que podía liderar la transición en Cuba". Es esa una idea que
parece ser popular en algunas secciones de la oposición, y que se ha
extendido abundantemente después de la muerte de Payá.
"Perdimos al primer presidente de la transición cubana", dijo Yoani
Sánchez, también a El Mundo, hace unos meses, extrañamente. "Primer
presidente del país que no fue… que se nos fue", lo llamó también
Orlando Luis Pardo Lazo en este diario.
Payá, después de su muerte, ha sido comparado con José Martí y Félix
Varela, con Martin Luther King y Mahatma Ghandi. Es comprensible, justo,
incluso conmovedor, que los amigos y colaboradores de Payá lo recuerden
con tan desbordado afecto, pero si se hiciera un análisis
despiadadamente político del caso, se vería que la influencia y alcance
del líder del MCL, dentro de la variopinta oposición cubana, o en la
totalidad del país, no eran en el momento de su muerte ni remotamente
tan grandes o molestos como para siquiera merecer especial atención del
mandamás de Cuba, y mucho menos para que este ordenara un acto tan
descabellado, inconveniente e inútil como un asesinato político, a plena
luz del día, en una carretera, presenciado por un par de ciudadanos
extranjeros. Si se prueba, en el futuro, que sí lo hizo, tendríamos que
concluir que Raúl Castro era aún más incompetente de lo que ahora creemos.
Permanente, pero no excesiva irritación
Habían pasado, en el verano del 2012, exactamente diez años desde que
Payá había puesto en jaque a Fidel Castro con su Proyecto Varela, el más
astuto y efectivo plan jamás imaginado por la oposición cubana para
forzar una transición política en la Isla, o al menos, que el Gobierno
reconociera la existencia y legitimidad de un rival interior.
Escurriéndose entre los agentes e informantes de la Seguridad del
Estado, Payá y sus colaboradores lograron una formidable hazaña,
conseguir que más de once mil cubanos se arriesgaran a firmar una
petición para que la Asamblea Nacional considerara una radical reforma
política, equivalente a una restauración capitalista.
"El Proyecto Varela sobresale porque fue la única iniciativa en aquella
época que recabó la participación ciudadana en gran escala. Nadie había
hecho nada semejante, ni antes ni después", ha dicho Philip Peters, un
experto en Cuba del Lexington Institute.
Fidel Castro solucionó aquel enredo en su inimitable manera, con un rudo
golpe de mano, o si se quiere, de Estado, el esperpéntico referendo
constitucional de aquel año que declaró al sistema socialista de Cuba,
cómicamente, "irrevocable". Al año siguiente, Fidel mandó a la cárcel a
casi todos los opositores prominentes, y de paso, a algunos que apenas
eran prominentes u opositores, aunque, curiosamente, no tocó a Payá, que
vio cómo arrestaban a decenas de miembros de su propio grupo, y a él lo
dejaban en aparente libertad.
El Proyecto Varela se hundió bajo el abultado peso del desprecio con el
que Fidel Castro lo trató, y el rol de Payá como líder más influyente y
visible de la oposición en Cuba, al menos mirándolo desde fuera de la
Isla, fue fatalmente dañado por la presunta benevolencia que le
dispensaron las autoridades. No mandar a la cárcel a Payá, y dejarlo
incluso que viajara al extranjero, se reuniera aquí, allá y acullá con
quien quisiera recibirle, y aceptara en Estrasburgo el Premio Sajarov
del Parlamento Europeo, fue otra pícara decisión de Fidel.
Libre, mientras casi toda la oposición estaba en la cárcel, Payá quedó
en una posición excepcionalmente incómoda, con un margen de acción
política bruscamente reducido, con su liderazgo hondamente debilitado.
Uno puede dirigir una revolución o una contrarrevolución desde la
cárcel, como Nelson Mandela o Aung San Suu Kyi han probado, pero no
puede dirigirla si la revolución está en la cárcel y uno está afuera.
Durante casi una década, el foco de la diezmada, descabezada oposición
cubana no sería ya obligar al Gobierno a negociar los términos de la
transición, sino, apenas, lograr la libertad de los presos políticos.
Esa larga campaña, que terminó cuando Raúl Castro despachó en el 2010 a
casi todos los presos de la primavera negra del 2003 al exilio o,
enfermos, de vuelta a casa, dejó exhausta y disminuida a la oposición
tradicional, incluyendo al Movimiento Cristiano de Liberación.
En el momento en que murió, Payá era todavía una molestia, una causa de
permanente pero no excesiva irritación para las autoridades de Cuba. En
los diez años anteriores a su muerte, no había hecho nada tan provocador
y peligroso como el Proyecto Varela, y los ataques de la prensa oficial
se habían concentrado, durante ese tiempo, en nuevos objetivos, en
grupos y figuras de más difícil clasificación política e ideológica, y
que las autoridades estimaban más peligrosos e intratables, como las
Damas de Blanco, Yoani Sánchez u otros parlanchines blogueros.
Carromero, credibilidad perdida
¿Por qué matar a Payá? La relativa notoriedad que Payá había alcanzado
en la época en que presentó el Proyecto Varela, se había desvanecido
largamente para el 2012. Una buena parte de los cubanos no hubieran
podido identificar su nombre, decir quién era, o qué grupo dirigía.
Matar al padre Popieluzsko en 1984, aunque ahora, en retrospectiva,
parezca una decisión rotundamente estúpida, tenía cierto atractivo para
el gobierno militar polaco. Los "Sermones por la Patria" del padre
Popieluzsko congregaban habitualmente a decenas de miles de personas en
torno a su iglesia de San Estanislao Kostka, y eran transmitidos por
Radio Europa Libre para todos los oyentes que se atrevieran a sintonizar
esa emisora en el bloque comunista. Popieluzsko, capellán de los obreros
rebeldes de las acerías de Varsovia, había usado su presunta inmunidad
como sacerdote católico para hablar, tan alto como podía, en nombre del
Sindicato Solidaridad mientras este estuvo prohibido bajo los términos
de la ley marcial impuesta por el general Jaruzelski, y lo siguió
haciendo, más alto todavía, cuando la ley fue levantada.
"No había nadie más, entre Berlín Oriental y Vladivostok, que pudiera
alzarse frente a diez o quince mil personas, tomar un micrófono y
condenar los errores del partido y el Estado", escribió Michael Kaufman,
corresponsal de The New York Times en Varsovia. "No había nadie más, en
ese enorme espacio con cuatrocientos millones de personas, que le dijera
a la multitud que desafiar la autoridad era una obligación del corazón,
de la religión, de la hombría y del patriotismo."
Popieluzsko estaba, cuando lo mataron, dándole voz y tono a un
movimiento nacional, a una revolución. Payá, no. Matar a Payá no
aliviaba ningún problema político urgente de Raúl Castro, y le creaba,
si se hacía mal el trabajo, uno insoluble, una crisis internacional de
legitimidad de la que el Gobierno cubano difícilmente podría
recuperarse, que cortaría cualquier oportunidad de acomodo diplomático
con Europa para eliminar la Posición Común, que reduce el margen de
cooperación entre la Unión y la Isla, y haría imposible cualquier mínimo
pero conveniente entendimiento con Estados Unidos durante la segunda
administración de Barack Obama.
Hubiera destruido todo lo que Raúl ganó al liberar a los presos
políticos y mandarlos al exilio, el relativo desinterés con que Cuba es
mirada en las cancillerías europeas y en Washington desde que no hay, en
sus cárceles, muchos inocentes cumpliendo penas de veinte o treinta
años. Además, y muy principalmente, asesinar a oponentes internos a
tiros, o en falsos accidentes, no ha sido la forma en que han actuado
Fidel y Raúl Castro desde 1959. Nunca, hasta donde sabemos, lo han
hecho, no ha sido su estilo.
Hay, aún, otras dos posibilidades. La primera, que como quizás haya
pasado en Polonia, algún alto oficial del Ministerio del Interior
cubano, haya malentendido una instrucción del jefe supremo y firmado la
orden de ejecución contra Payá. Francamente, es imposible imaginar que
alguien en Cuba, un país donde la gente espera que les den permiso para
respirar o beber agua, se atreviera a ordenar la muerte de alguien como
Payá. Solo Raúl Castro podía dar esa orden, nadie más, ni siquiera, ya,
su hermano.
Jaruzelski, pretendiendo ser inocente, ordenó que Piotrowski, el asesino
de Popieluzsko, sus dos secuaces, y el coronel Adam Pietruszka, vicejefe
del departamento de asuntos religiosos del Ministerio del Interior,
fueran detenidos y juzgados por el crimen. Los cuatro fueron condenados
a prisión, pero serían luego liberados prematuramente, y quizás todavía
viven en algún sitio, en Polonia o quién sabe dónde, con nombres
distintos. Si Raúl Castro hubiera intentado una treta similar,
declararse inocente, y culpar del crimen a oficiales de mediocre rango,
nadie le hubiera creído.
La segunda posibilidad es que los agentes que estaban siguiendo a Payá y
sus amigos esa tarde, hubieran tenido instrucciones de acosarlo,
asustarlo, darle un empujón a su carro, y que, habiéndole cogido el
gusto a su misión, se hayan excedido cumpliéndola. Los ataques en los
últimos años contra las Damas de Blanco y otros revoltosos sugieren que
a los agentes de la policía y la Seguridad del Estado se les ha dejado
actuar bastante libremente, con generosa crueldad, contra cualquiera que
se atreva a protestar en público, y que a sus jefes no les importa que a
esos rufianes se les vaya de vez en cuando la mano. No hay dudas de que
Payá estaba siendo seguido durante su viaje por Oriente. ¿Hubo algún día
de su vida, desde el momento en que decidió oponerse al Gobierno, en que
no lo fuera?
Quizás los dos o tres agentes que seguían a Payá y sus amigos aquel día,
carecían, como los verdugos de Popieluzsko, de cualquier asomo de tacto
y sutileza en su oscuro oficio.
Tomará tiempo, seguramente años, saber qué pasó aquel día.
Comprensiblemente, la familia Payá sospecha que el líder del MCL fue
asesinado, y, tras décadas de acoso, insultos, ataques y amenazas, tiene
toda la razón, y el derecho, para sospechar tal cosa. Ellos, y todos
nosotros, merecemos saber la verdad, que no podría ser descubierta sino
por una investigación imparcial, que no es posible ahora en Cuba, pero
que tampoco podría ser forzada por un tribunal español, como algunos
pretenden, puesto que Payá era también ciudadano de ese país, o por una
comisión internacional, que no tendría forma de justificar su
competencia y legitimidad para estudiar un caso ya decidido por los
tribunales de una nación soberana.
Desafortunadamente, el único testigo del incidente, el español
Carromero, ha perdido su credibilidad, después de dar versiones
contradictorias, tardías e incompletas de lo que pasó. El gobierno
polaco fue obligado a detener y juzgar a los asesinos de Popieluzsko,
porque el hombre que lo acompañaba aquella noche, su chofer, Waldemar
Chrostowski, logró escapar y reportar el secuestro del capellán de
Solidaridad al cura de la parroquia más cercana, y después,
valerosamente, a la propia policía. Ese pequeño, inmenso acto de valor,
no alcanzó a salvar a Popieluzsko, pero sí la verdad. La cobardía de
Carromero quizás haya hecho, en este caso, que la verdad se pierda para
siempre, o que sea, desde hoy hasta el final, perennemente debatida.
Hay una última diferencia entre los dos casos. El asesinato de
Popieluzsko consternó a Polonia, reavivó la rebelión pacífica contra el
gobierno del general Jaruzelski, sacó a centenares de miles de personas
a las calles reclamando, primero, justicia, y después democracia. La
muerte de Payá fue llorada amargamente por los que lo conocieron, por
sus amigos y seguidores, y lamentada por muchos que sabían quién era y
qué había hecho, y coincidían con él, o si no, al menos respetaban su
carácter y sus ideas. Pero el resto de los cubanos, esos a los que ya
nada sorprende o molesta o indigna o conmueve o apasiona o duele
íntimamente, recibieron la noticia con letárgica indiferencia, si es
que, de hecho, se enteraron. ¿Payá, quién?
Esa indiferencia, ese inconmovible desinterés, esa resignada aceptación
de una vida sin libertad, serían cómplices de los asesinos de Oswaldo
Payá si alguna vez, aunque ahora parezca improbable, se prueba que su
muerte no fue un accidente.
Source: "Los asesinos | Diario de Cuba" -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1376130031_4583.html
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