sábado, 6 de octubre de 2012

Intentaron desnudarme. Me resistí y lo pagué

JUICIO EN CUBA AL POLÍTICO DEL PP

"Intentaron desnudarme. Me resistí y lo pagué"
La colaboradora de EL PAÍS en Cuba relata sus 30 horas detenida para
impedirle cubrir el juicio
Yoani Sánchez 6 OCT 2012 - 11:17 CET1210

Me quisieron impedir llegar al juicio a Ángel Carromero. Alrededor de
las cinco de la tarde del 4 de octubre, un amplio operativo a las
afueras de la ciudad de Bayamo detuvo el auto en que viajábamos mi
esposo y yo, junto a un amigo. "Ustedes quieren boicotear al tribunal",
nos dijo un hombre vestido completamente de verdeolivo, para
inmediatamente proceder a detenernos. El operativo tenía las dimensiones
de un arresto hecho contra una banda de narcotraficantes o de la captura
de un prolijo asesino en serie. Pero en lugar de tan amenazantes
personas, solo había tres individuos que deseaban participar de oyentes
en un proceso judicial, asomarse al interior de la sala de un tribunal.
Le habíamos creído al periódico Granma cuando publicó que el juicio era
oral y público. Pero ya saben, Granma miente.

No obstante, al arrestarme, en realidad me estaban regalando
experimentar periodísticamente el otro lado de la historia. Vivir en la
piel de Ángel Carromero cómo se estructura la presión alrededor de un
detenido. Saber en carne propia los intríngulis de un Departamento de
Instrucción del Ministerio del Interior. Lo primero fueron tres mujeres
uniformadas que me rodearon y me quitaron el móvil. Hasta allí era una
situación confusa, agresiva, pero todavía no tenía visos de violencia.
Después, esas mismas fornidas señoras me introdujeron en un cuarto e
intentaron desnudarme. Pero hay una porción de uno mismo que nadie puede
arrancarnos. No sé, quizás la última hoja de parra a la que nos
aferramos cuando se vive bajo un sistema que lo sabe todo sobre nuestras
vidas. En un mal y contradictorio verso quedaría como "podrás tener mi
alma… mi cuerpo no". Así que me resistí y pagué las consecuencias.

Después de ese momento de máxima tensión le llega el turno al policía
"bueno". Alguien que se me presenta diciendo que lleva el mismo apellido
que yo –como si eso sirviera de algo- y que le gusta "dialogar". Pero la
trampa es tan conocida, se ha repetido tanto, que no caigo. Me imagino
de inmediato a Carromero sometido a la misma tensión de amenaza y "buen
talante"… difícil sobrellevar algo así por largo tiempo. En mi caso,
recuerdo haber tomado aliento y después de una larga diatriba contra la
ilegalidad de mi arresto me quedé repitiendo por más de tres horas una
sola frase "Exijo que me dejen hacer una llamada telefónica, es mi
derecho". Necesitaba una certeza y la reiteración me la daba. El
estribillo me hacía sentirme fuerte frente a personas que han estudiado
en la academia los diversos métodos para ablandar la voluntad humana.
Una obsesión era todo lo que me urgía para enfrentarlos. Y me obsesioné.

Después de una larga diatriba contra la ilegalidad de mi arresto me
quedé repitiendo por más de tres horas una sola frase "Exijo que me
dejen hacer una llamada telefónica, es mi derecho"

Por un rato parecía que había sido en vano mi insistente cantaleta, pero
después de la una de la madrugada me permitieron hacer la llamada. Unas
pocas frases con mi padre, a través de una línea evidentemente pinchada
y ya todo quedaba dicho. Podía entonces entrar en la otra etapa de mi
resistencia. La llamé "hibernación", porque cuando se nombra algo es
como sistematizarlo, creérselo. Me negué a comer, a beber cualquier
líquido; me negué al examen médico de varios doctores que trajeron a
revisarme. Me negué a colaborar con mis captores y se los dije. No podía
despegar de mi mente el desvalimiento de Carromero en más de dos meses
lidiando con aquellos lobos que alternaban con el papel de oveja.

Una buena parte del tiempo toda mi actividad la filmaba una cámara que
un sudoroso paparazzi manejaba. No sé si algún día pondrán alguna de
esas tomas en la televisión oficial, pero organicé mis ideas y mi voz
para que no pudieran ser transmitidas menoscabando mis convicciones. O
les mantienen el audio original con mi demanda, o tienen que repetir la
chapuza de sobreponerle la voz de un locutor. Traté de hacerles lo más
difícil posible la edición posterior de aquel material.

Solo hice un pedido en 30 horas de detención: necesito ir al baño. Yo
estaría preparada para llevar la batalla hasta el final, pero mi vejiga
no. Después me llevaron a un calabozo-suite. Había pasado horas en otro
que tenía una rara mezcla de barrotes y cortinas, con un terrible calor.
Así que llegar al salón más amplio, con televisor y varias sillas, que
desembocaba en una habitación con una cama realmente apetecible fue un
golpe muy bajo. Solo de mirar el estampado de las cortinas, tuve el
presentimiento que era el mismo lugar donde habían hecho la primera
grabación que circuló en Internet de las declaraciones de Ángel Carromero.

Aquello no era una habitación, era un set. Lo supe de inmediato. Así que
me negué a acostarme sobre la sobrecama recién tendida y a poner mi
cabeza sobre las tentadoras almohadas. Me fui a una silla en un rincón y
me acurruqué. Dos mujeres vestidas de militar me vigilaban todo el
tiempo. Yo estaba viviendo el deja vú de otro, el recuerdo del escenario
en el que transcurrieron los primeros días de detención para Carromero.
Ya lo sabía y era duro. Una dureza que no estaba en el golpe o en la
tortura, sino en la convicción de que no se podía confiar en nada de lo
que ocurría dentro de esas paredes. El agua podía no ser agua, la cama
más bien parecía una trampa y el doctor solícito estaba más cerca del
soplón que del galeno. Lo único que quedaba era sumergirse en los
abismos del "yo", cerrar las compuertas con el afuera y eso hice. La
fase "hibernación" derivó en un letargo auto provocado. Ya no pronuncié
una palabra más.

Para cuando me dijeron que me "iban a trasladar hacia La Habana", me
costó despegar los párpados y mi lengua parecía salirse de la boca por
los efectos de la prolongada sed. Sin embargo, yo sentía que los había
vencido. En un último gesto, uno de mis captores tendió su mano para
ayudarme a subir al microbús donde también estaba mi esposo. "No acepto
cortesía de represores", lo fulminé. Y volví a tener un último
pensamiento para el joven español que vio torcerse su vida aquel 22 de
julio, que tuvo que bregar entre todos aquellos engaños.

Al llegar a casa supe de los otros detenidos y de que la propia familia
de Oswaldo Payá no pudo entrar a la sala penal. También del pedido de
siete años hecho por el fiscal contra Ángel Carromero y de la condición
de "concluso para sentencia" en que quedó el juicio de este viernes. Lo
mío era solo un tropezón, el gran drama sigue siendo la muerte de dos
hombres y el encierro de otro.

http://internacional.elpais.com/internacional/2012/10/06/actualidad/1349514363_085960.html

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