sábado, 11 de agosto de 2012

La Revolución es el espectáculo

60 años sin democracia

La Revolución es el espectáculo
Duanel Díaz Infante
Princeton 11-08-2012 - 10:07 am.

Las barbas como distintivos, los comandantes como comediantes y
espectadores de sí mismos.

En el principio, la revolución fue maravilla; "un espectáculo grandioso"
la entrada de los libertadores en la ciudad. "Abundancia capilar,
condottieri, César Borgia, Renacimiento...", escribía Virgilio Piñera,
encantado de encontrar en las calles de La Habana escenas de la leyenda
bíblica y la gran pintura italiana.

En un siglo donde los grandes capitanes no eran ya concebibles, los
barbudos venían a recuperar cierta epicidad antigua. Piñera menciona un
legendario episodio de la gesta napoleónica, la campaña de Italia. Pudo
haber recordado, igualmente, las hazañas de Garibaldi junto a los
soldados harapientos de Bento Gonçalves. El estilo de la revolución era
definitivamente romántico.

"It was as if the ghost of Cortez [sic] had appeared in our century
riding Zapata's white horse", señalaba Norman Mailer en su "Carta
abierta a Fidel Castro". Crónicas, reportajes, poemas, testimonios
aumentan la lista de reminiscencias: Robin Hood, bucaneros de Lafitte,
bárbaros conquistadores de Roma…

La estampa desarrapada de los rebeldes se identificaba, desde luego, más
con estos últimos que con los atuendos de la República romana, tan del
gusto de los revolucionarios franceses. "El día dos de enero La Habana
esperaba a sus barbudos, pero a diferencia de la atribulada Roma, los
esperaba con los brazos abiertos", escribe Piñera en su crónica.

Extremando la metáfora, en Huracán sobre el azúcar Sartre hablará de la
"invasión de Cuba por los bárbaros". A ese triunfo de los jóvenes
barbudos que habían liberado a sus padres y rompían de una buena vez con
el mundo caduco de estos atribuía el filósofo francés el "trastorno
radical de las relaciones humanas" que él había presenciado en Cuba. La
juventud era "una nueva barbarie" lanzada contra la "población
civilizada y un tanto debilitada de la Isla". En la Revolución Cubana,
la asociación de la barba con la rebeldía juvenil se consuma así como
una de las marcas definitivas del radicalismo del siglo XX.

Hasta las primeras décadas del novecientos, barba y bigote eran índices
de respetabilidad burguesa, en una sociedad que consideraba a la madurez
como valor supremo. Stefan Zweig comenta en su autobiografía que en la
época anterior a la Primera Guerra Mundial "ocurrió lo que ahora es casi
increíble, o sea que la juventud constituía una traba para cualquier
carrera, y la ancianidad una ventaja". Con la hecatombe de 1914, esos
valores se invirtieron: antes sospechosa, a partir de los años veinte la
juventud comenzaría a ser reivindicada.

Si en cuanto "idea" existía desde bastante antes, desde la Revolución
Francesa (Desmoulins: "La juventud se enciende; los ancianos, por
primera vez, no añoran el pasado, sino que se avergüenzan de él") y el
Romanticismo (Michelet, Mickiewicz, Lord Byron), no es hasta bien
entrado el siglo XX que la exaltación de la juventud se convierte en un
fenómeno sociológico de primer orden, cuyo epítome vendría a ser la
contracultura de los años 60. Curiosamente, estos estilos radicales
rescatan la barba, pero otorgándole un sentido muy distinto al que tenía
en el mundo conservador evocado por Zweig: ahora no es atributo del
orden burgués, sino romántica protesta contra el establishment de los
mayores.

El ejército liderado por Fidel Castro se integró en ese imaginario
rebelde, mas con una importante diferencia. Aquí, nuevamente, los
escritos de los intelectuales extranjeros que viajaron a Cuba en 1950 y
1960 resultan imprescindibles. En su "Saludo a la revolución americana
de Cuba" (Nueva Revista Cubana, enero-marzo, 1960), Waldo Frank definía
el sentido de las barbas en la Revolución por contraste con el de las
barbas de los beatniks. "Aquellos —nuevos románticos— llevan barbas",
escribe Frank. "Muchos de los jóvenes de Cuba también llevan barbas
—símbolo del rechazo de una bien afeitada civilización de los negocios,
ejemplificada por hombres vacíos como Nixon. Pero si ellos han dado el
alto a nuestra cultura corrupta de Dinero y de Cosas, es porque están
ocupados creando un mundo nuevo —humano— en Cuba."

Después de reconocer que lo que más lo conmovía de la Isla era que allí
la juventud "ha tomado el mando", Frank añadía: "Y esta Juventud no
necesita marihuana alguna para inspirar su coraje y para dar libertad a
su amor". La idea es clara: como la marihuana, la barba es un signo de
la marginalidad de la juventud rebelde en la sociedad de consumo; allí
donde la juventud está en el poder la barba adquiere un sentido
distinto: no ya la negatividad del rechazo, propio de la rebeldía
contracultural, sino la positividad de la revolución.

Asimismo, Sartre contrapone las barbas de los cubanos a las de
Saint-Germain-des-Prés. En Cuba, "son consecuencia de un voto: no
afeitarse antes de la terminación de la guerra.[…] La cabellera y la
barba crecían entonces en desorden y constituían un testimonio de que
aquellos hombres estaban contra el orden". Tras el triunfo, su
permanencia se explicaría por el vertiginoso ritmo de la revolución: es
tanto lo que queda por hacer que no hay tiempo que dedicarle al
afeitado. Ahora, las barbas testimonian esa vida en prestissimo que
distinguía, para asombro de Sartre, a la Cuba de 1960.

En otro pasaje de su libro, el filósofo apuntaba, sin embargo, una
interpretación algo distinta: "después de catorce meses en el Poder,
aquellos jefes hirsutos desean seguir siendo a todos los ojos y en su
verdad tales como se los vio entrar en la capital, extenuados por su
victoria, cuando todavía no eran más que libertadores y se veía en ellos
la negación triunfante de un orden riguroso, pero insoportable".

En mi opinión, justo esta voluntad de eternizar el momento de
extrañamiento y fascinación que fue la entrada de los rebeldes en La
Habana marca el punto en que, para decirlo en los términos de Sartre, la
"revolución" no está ya controlada por la "rebelión". Cuando la barba,
como el traje de campaña, se fijan y convierten en símbolos de poder. La
barba y el uniforme verde olivo son índices de la "revolución
congelada", ese régimen donde, en el intento de perpetuar ese momento
original en que la parte destructiva y la parte creativa, la revuelta y
la revolución aun eran indistinguibles, la cooptación de la soberanía
popular ha producido lo que en el primer volumen de La critique des
armes (1974) Debray llama "lo espectacular".

En uno de los pasajes claves de este libro escrito tras su prisión en
Bolivia y la subsiguiente estadía en el Chile de Allende, Debray señala
la consecuencia entre reificación revolucionaria y espectáculo: "le
spéctaculaire" sobrevendría cuando la idea de "mise en action des masses
ou action au sein des masses d'un noyau dirigeant identifié à elles est
supplanté par l'idée d'une action sur les masses ou vers elles".

Lo espectacular consiste, entonces, en la alienación de la iniciativa
revolucionaria de las masas, a las que se ofrece como espectáculo la
fuerza de que se las ha privado; y ocurre cuando la sociedad de consumo
ha inoculado a aquellos que supuestamente la combaten su propio virus,
que es el de las imágenes. Ese había sido, según Debray, el paradójico
destino de buena parte de la nueva izquierda norteamericana: "De la
révolution vue en bande dessinée à la bande dessinée vue comme
révolution, du scénario écrit sur telle ou telle révolution à la
confection des scénarios comme nec plus ultra du travail
révolutionnaire, le chemin est court qui va du réel au fantasme".

Media un abismo, desde luego, entre éste de la "crítica de las armas" y
el Debray que en 1966, poco antes de partir a Bolivia, decía, con la
seguridad de quien cree tener la historia de su parte: "Un periodista
extranjero se extrañaba un día de ver tantos dirigentes comunistas en
traje de campaña; creía que el 'battle dress' y el revólver pertenecían
al folklore de la Revolución, una especie de afectación guerrera en
suma. ¡Pobrecito! No era la afectación, sino la historia de la
Revolución misma lo que tenía delante de los ojos, y ciertamente la
historia futura de América" ("Charla con los estudiantes de La Habana").
Ese abismo era el fracaso de la guerrilla, que el filósofo francés
atribuía en buena medida al capitalismo consumista, en lo que parecía
una extraña inversión de la teoría del foco: en vez de expandirse como
pólvora hasta conquistar el poder burgués, como habían previsto Guevara
y el propio Debray, la "revolución en la revolución" había sido
silenciosamente penetrada por la sociedad de consumo.

Radicalizando la crítica, habría que preguntarse, empero, si la
espectacularización no estaba ya allí; si, para seguir con la metáfora
de Debray, el virus, en vez de haber sido inoculado desde fuera, no era
constitutivo. De hecho, aunque Debray no llega a afirmarlo, su crítica
de la "metafísica de la vanguardia" propia del foquismo así lo sugiere:
si el paso de la acción de las masas a la acción sobre las masas, que
equivale al tránsito desde las masas como sujeto a las masas como objeto
de la actividad política, es lo que origina el espectáculo, éste estaba
ya en el guevarismo. En ese repertorio de "gestos" de la épica de los 60
al que se refería Roberto Bolaño en una entrevista, la "acción ejemplar"
se confunde con la "acción espectacular", que constituye para Debray la
caricatura de aquélla. Que el destino de Guevara haya sido el mismo que
el de los Black Panthers no sería, entonces, traición o tergiversación
de su "esencia" revolucionaria sino más bien consumación, cumplimiento.
El espectáculo revolucionario es la revolución, o lo que es lo mismo, la
Revolución es el espectáculo.

La Revolución, gran teatro

A propósito, hay dos momentos de la visita de Sartre a Cuba
particularmente reveladores: su encuentro con Guevara, desde luego, y la
preinauguración del Teatro Nacional con una puesta de La ramera
respetuosa. Uniformado como siempre, Castro asistió junto a Sartre y
Beauvoir a la primera función en la Sala Cobarrubias, atrayendo la
atención de los asistentes más que los propios actores sobre la escena.

"El público —que había agotado las localidades— al reconocer a Fidel
entre los espectadores rompió a aplaudir demorando el comienzo del
espectáculo", se lee un reportaje publicado en la revista INRA. Y
Francisco Morín, quien dirigió la puesta, cuenta que durante la cena que
tras la función ofreció el Comandante a Sartre, Beauvoir y algunos
amigos cubanos entre los que estaban Carlos Franqui, Guillermo Cabrera
Infante y Miriam Acevedo, el filósofo dijo en un momento, no se sabe si
con ironía: "On ne peut pas discuter les qualités histrioniques du
Commandant. Nul doute, il est un grand comédien".

La Acevedo, por su parte, reproduce en un curioso testimonio publicado
en Lunes ciertas preguntas que Castro le hizo aquella noche: "—¿Qué
siente un actor sobre el escenario?— me interrogaba. —¿Qué siente si el
público no le responde? ¿Pudiera en este caso seguir representando su
personaje? ¿Perdería en calidad su interpretación?"

La ramera respetuosa había sido importante en la renovación del teatro
cubano desde fines de la década del 40: junto con A puerta cerrada fue
llevada a escena por la entonces recién fundada Academia de Artes
Dramáticas en 1948 y, seis años después, el grupo Teatro Experimental de
Arte la presentó en una pequeña sala del Vedado, con tanto éxito que se
mantuvo durante cuatro meses en cartelera, lo que era todo un récord en
Cuba. Pero en 1960 el contexto era muy diferente al de aquel
"resurgimiento teatral" asociado al incipiente existencialismo de los
años cincuenta. No se trata ya de salas pequeñas para un público
vanguardista; lo que resurge teatralmente ahora es Cuba —"la
Isla-Estrella con derecho a la representación de su drama en el vasto
teatro universal", que decía Emma Pérez en un artículo de Bohemia. La
Revolución es, ahora, el gran teatro que opaca o mediatiza a cualquier
otra representación artística.

El encuentro con Guevara aparece, con pequeñas variaciones, en varios
testimonios de intelectuales que visitaron Cuba en aquellos primeros
años. Citemos a Claude Julien: "Es medianoche cuando se entreabre la
maciza puerta y penetro en la guarida del diablo rojo. Él también
prefiere ver a la gente de noche, porque así no lo molesta el teléfono.
Su madriguera es el Banco Nacional, desde donde dirige prácticamente
toda la economía cubana".

"El Che llevaba botas, uniforme de campaña y pistolas a la cintura. Su
indumentaria desentonaba con el ambiente bancario de la oficina", contó
en sus memorias Neruda, que también había sido citado a medianoche. En
la insólita hora de la entrevista Sartre encontró, por su parte, otra
evidencia del "culto a la energía" de los revolucionarios cubanos: "En
aquel despacho no entra la noche: en aquellos hombres en plena vigilia,
al mejor de ellos, dormir no les parece una necesidad sino una rutina de
la cual se han librado más o menos.[…] En 1960, en Cuba las noches son
blancas: todavía se las distingue de los días; pero es sólo por cortesía
y por consideración al visitante extranjero".

Tanto Julien como Sartre atribuyen la deshora de la cita a razones
prácticas: que no hubiera interrupciones, que Guevara había estado
recibiendo gente el día entero, etc. Se trataba, sin embargo, de todo un
golpe de efecto. Aquello no era, para decirlo en términos de Sartre, una
simple "manifestación" de la energía, sino un calculado esfuerzo de
significarla. La nocturnidad aumentaba el efecto de extrañamiento de la
facha, iluminaba aquel cuadro fundacional de la mitología
revolucionaria.[i] Era parte, entonces, de un culto que no tenía nada de
"discreto" y sí un obvio antecedente en la Italia de Mussolini.

La abundante historiografía del fascismo documenta cómo la luz de la
oficina del Duce se dejaba encendida para hacer ver que éste no dormía,
ocupado como estaba siempre en sus múltiples tareas. Así lo imaginaba,
en el prólogo a los discursos reunidos en Fascismo (1934), José Antonio
Primo de Rivera: de noche en su habitación vacía, trabajando
incansablemente, a toda hora vigilante por su pueblo.

En uno de los ensayos de El Espectador, Ortega y Gasset distingue el
hombre verdaderamente ejemplar, que "no se propone nunca serlo", de
aquel otro que "ambiciona el efecto social de la perfección —la
ejemplaridad", que "quiere ser para los demás, en los ojos ajenos, la
norma y el modelo". Para Ortega, este "falso ejemplar" acababa
"convirtiéndose, al modo de Narciso, en espectador de sí mismo".

Mussolini encarna, desde luego, el encuentro entre este tipo humano y la
vena vanguardista-populista del siglo XX. Guevara también, en cierto
modo. Como los teatrales montajes de Mussolini, aquellas entrevistas
suyas en el despacho del Banco Nacional eran obra de un dandy. En horas
tan poco convencionales, el uniforme verde olivo tenía más que nunca
algo de chaleco rojo. A Neruda, Sartre, Julien y tantos otros que
recibió, el comandante no solo les estaba concediendo una entrevista,
los estaba impresionando. Eran filósofos, poetas, periodistas de
renombre mundial, pero él era la Revolución; ellos el espejo donde la
imagen deslumbrante de aquella se confirmaba. En la performance de
Guevara, la "juventud en el poder" equivalía al espectáculo
revolucionario; se arribaba a ese punto de congelación donde el
revolucionario devenía esteta, afectación la autenticidad.

Esta escena contiene, in nuce, la extraña "dialéctica" que podemos
rastrear en muchos otros sectores del archivo de la Revolución: Ella,
que pretendía superar, junto con el mercado, el tipo de alienación que
la tradición marxista ha llamado reificación (Lukacs) o espectáculo
(Debord), se convierte en mercancía y espectáculo, especie de artefacto
producido y consumido en un círculo vicioso. En Cuba, se diría que
mientras el Estado intentaba trascender por todos los medios el mercado,
de hecho se producía un único producto para consumo interno y externo:
la Revolución. Al programa inicial de industrialización y
diversificación agraria, tan celebrado por Sartre, siguió un regreso al
monocultivo azucarero, pero en realidad el principal producto de
exportación del régimen no ha sido el azúcar, sino la propia revolución.

A esta luz, la revolución congelada aparece como una "sociedad del
espectáculo", pero no tanto en el sentido de Debord, cuya noción del
espectáculo se acerca mucho a aquella reificación que definiera Lukacs
en Historia y conciencia de clase, sino más bien en el sentido de que se
pone en escena a sí misma una y otra vez. Si el orden burgués, bestia
negra de los situacionistas, nunca dice su nombre, la Revolución, como
la neurótica madrastra de Blanca Nieves, se mira al espejo
incesantemente. En rigor, es ese proceso interminable —tanto como el
propio círculo infernal del mercado al que se opone— lo que la define.
Revolución, diríamos, no es construir, como rezaba aquel eslogan de
1959, sino producir y consumir revolución.

[i] Acaso, la última expresión de esta "mitología" revolucionaria la
encontramos en la "Carta del compañero Fidel a sus compatriotas" (21 de
octubre de 2004), donde se insiste en que, aun durante la imprevista
cirugía, el Comandante no descansa. "Nos pusimos a trabajar en el
camino.[…] El paciente les solicitó a los médicos no le aplicaran ningún
sedante, y utilizaron anestesia por vía raquídea.[…] Les explicó que
dadas las circunstancias actuales era necesario evitar la anestesia
general para estar en condiciones de atender numerosos asuntos importantes."

http://www.diariodecuba.com/cuba/12498-la-revolucion-es-el-espectaculo

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