martes, 14 de agosto de 2012

La izquierda y la lucha democrática en Cuba

Izquierdas, Cambios

La izquierda y la lucha democrática en Cuba

En Cuba se sigue arrastrando un grave problema epistemológico y
político: la importación mecánica de temas y conceptos desconectándolos
de las condiciones reales

Armando Chaguaceda, México DF | 14/08/2012 10:29 am

Es un hecho absolutamente urgente y necesario que toda la izquierda
—incluida la que en Cuba pugna, de forma esperanzadora, por
reconstituirse como alternativa y esperanza frente al orden vigente y
las falsas promesas del neoliberalismo— exija más de sí a los regímenes
democráticos "realmente existentes". El cuestionamiento a la aguda
crisis de las instituciones representativas —los partidos en primer
lugar—, la demanda insatisfecha de regulación y control público de los
poderes fácticos —empresas y medios, por ejemplo—, la denuncia de los
avances fundamentales —desde el Medio Oriente asiático al Medio Este
estadounidense— y la beligerante presencia de los movimientos sociales,
son apuestas insustituibles en la agenda de cualquier demócrata y
luchador social del siglo XXI.

Dentro del heterogéneo panorama de lo que se ha dado a llamar "nueva
izquierda cubana" parece haber claridad al respecto. Hay justa
conciencia de que si únicamente se demanda la instauración formal de
libertades y derechos, bajo un esquema de privatización económica y de
partidos en competencia, solo estaríamos sustituyendo una élite
dominante por otra. Sin embargo, en un contexto que dista mucho de
garantizar hoy los mínimos vitales del ejercicio democrático, no parecer
existir entre nosotros idéntico consenso en cuanto a la necesidad de
asumir los contenidos y horizontes —organizativos, procedimentales y
axiológicos— de un proyecto democrático. Proyecto que, por ser tal,
supone la unión de lo participativo y lo representativo, de derechos
formales y políticas sustantivas y la articulación bajo marcos
universales —pero siempre cambiante y conflictiva— de una dimensión
institucional y otra ciudadana.

Muchas veces la experiencia ajena puede servir de espejo para la
búsqueda propia. La historia reciente de los españoles —y la de los
mexicanos, que conozco un poco más— demuestra que, sin abandonar los
proyectos alternativos al orden global, la izquierda tiene que
pronunciarse y hacer causa común, en el aquí y ahora de cada contexto
nacional, con aquellas fuerzas políticas que abracen elementos básicos
de la democracia, siendo esta una condición para que la realidad pueda
moverse hacia mejores escenarios. En España, semejante decisión hizo
posible, en la cresta de amplias movilizaciones sociales, el
establecimiento de los acuerdos mínimos que permitieron quebrar
definitivamente el poder del franquismo —cuyas fuerzas, pese a sus
reformas liberalizadoras y la muerte del Caudillo, seguía reprimiendo a
la ciudadanía a fines de los 70— y condenar a la derrota a intentonas
golpistas como la de 1981.

En México, la actitud democrática y no sectaria de lo mejor del
liderazgo y la militancia de izquierda permitió, a partir de la última
década del pasado siglo, la conformación del primer gran partido
progresista, la realización de elecciones no ornamentales —aunque
todavía vulneradas— y el inicio de la incompleta transición sin la cual
el poder omnímodo del Partido Revolucionario Institucional no habría
llegado a su fin. Como ha expuesto de forma magistral la académica,
ex-guerrillera y militante socialista Rosa Albina Garavito: frente al
régimen autoritario mexicano la demanda democrática fue lo
suficientemente universal para abrazar a la sociedad en su conjunto,
para proyectar la acción y demandas de sujetos que reivindicaron su
condición de ciudadanos —dotados con derechos individuales— y de
trabajadores —que defienden sus derechos colectivos— y para sintetizar,
sin sustituirlas, las diversas luchas sociales[1]. ¿No hay en ello nada
valioso que aprender para el caso cubano?

Ello no significa que ambos cursos evolutivos nacionales sean caminos al
Paraíso. Ver en lo que se han convertido el Partido Socialista Obrero
Español o el Partido de la Revolución Democrática —maquinarias
profesionales afincadas en la lógica del poder— y los propios traspiés
de ambas democracias —con las viejas fuerzas dominantes retornando al
gobierno por la vía electoral— hace que, si uno es un ciudadano español
o mexicano con simpatías progresistas, esté justamente insatisfecho con
sus desempeños. Y saliera legítimamente a acampar, con los Indignados,
en la Plaza del Sol o a participar en las asambleas del movimiento "#Yo
soy 132" en Ciudad Universitaria, como forma de decir "basta" frente la
corrupción y desprestigio de las respectivas elites políticas y sus
aliados, ampliando la frontera de lo políticamente correcto y posible.

Pero casi nadie, entre la gente que conozco y respeto en ambos países,
cree que la búsqueda de alternativas en pro de una radicalización de la
democracia, suponga la negación y abandono de los avances de esas
democracias defectuosas y de los derechos conquistados —y
permanentemente amenazados— que las sustentan. Solo algunos amigos
altermundistas defienden en exclusiva el futuro de una "democracia de
movimientos"; sin embargo, no parecen tener muchas respuestas a mis
dudas sobre la forma en que gestionarán, a escala nacional, la vida
cotidiana en una sociedad compleja, al margen de leyes e instituciones.
Sobre todo no me explican cómo podrán instaurarla sin apelar a medios
compulsivos o sin acudir a la idealización de lo que supuestamente "el
pueblo querrá", identificándolo con su propia agenda.

Sucede también que los más jóvenes entre estos amigos nunca han vivido
bajo un régimen autoritario, y entre ellos algunos dan por sentado que
los vicios de sus democracias vulneradas son los peores escenarios de la
política humana, pero quienes conocemos otras realidades sabemos, en
carne propia, que no es así. Porque, por ejemplo, entre las utopías de
los Indignados en la democracia española, de los estudiantes de la
primavera mexicana y de mis compañeros del Observatorio Crítico cubano
existen diferencias que son cualitativamente notables e importantes.
Diferencias que permiten, por ejemplo, que nuestros camaradas madrileños
puedan legalmente hacer cosas que están vedadas a los vecinos de San
Cristóbal de la Habana. Y que las formas y posibilidades de organizarse,
defenderse de la represión, difundir el mensaje y gestar recursos
también difieran.

Además, en el plano específicamente académico, en la Isla seguimos
arrastrando un grave problema epistemológico y político: la importación
mecánica —reforzada por la colaboración con redes académicas
latinoamericanas— de temas y conceptos democráticos postneoliberales,
pero desconectándolos de las condiciones de posibilidad cubanas. Es un
asunto que llevamos discutiendo hace algún tiempo entre colegas, por
cuanto se cuela en nuestras agendas investigativas de forma ora
subrepticia ora consciente, generando una suerte de esquizofrenia
analítica que afecta la capacidad de interpretar la realidad real.

Porque se precisa tomar nota de las condiciones en que estas
innovaciones democráticas globales han tenido lugar. Fenómenos como el
nuevo constitucionalismo andino o el consejismo participativo
sudamericano pueden ser vistos como la síntesis institucionalizada de
movimientos sociales de décadas pasadas y como una radicalización de la
democracia, más allá de la gobernabilidad de élites promovida por los
neoliberales. Y resulta positivo que los análisis y propuesta que se
hagan —para la reforma del orden vigente o la arquitectura democrática
de la república futura— incorporen esos avances que son, en buena
medida, fruto preciado de las luchas y cambios culturales de la mejor
izquierda planetaria.

Pero semejante "giro epistemológico" no debe llevarnos a ignorar la
diferencia de contexto, actores y reglas que separan a Estado de Derecho
—como el plasmado en la Constitución brasileña de 1988— de un régimen
afirmado sobre amplísimos Derechos del Estado, como el cristalizado en
la Carta Magna de 1976 y retocado en 1992 y 2002. Pasar por alto rasgos
centrales como la fusión gobierno-estado-partido, las formas de
interpretación y sanción oficial de los derechos consagrados
constitucionalmente y la precariedad de la esfera pública política, para
creer que nuestros escenarios son los de Quito o La Paz —no digamos ya
los de Montevideo o Porto Alegre— es una osadía intelectual que raya en
la irresponsabilidad cívica. Es como pensar, bajo los influjos de un
inmenso porro, que las demandas de transportación de unos atribulados
campesinos se resolvieran construyéndoles un cosmódromo en el centro del
batey.

Tenemos que abrazar la lucha por una democracia tangible, para,
simultáneamente, hacer lo imposible por su radicalización. Si ignoramos
la necesidad de un diálogo y debate con otras corrientes ideológicas, el
apoyo a iniciativas que apuesten por la construcción de consensos
democráticos básicos y la discusión realista sobre el tipo de sociedad y
régimen que podemos lograr, las oportunidades de esta "nueva izquierda"
se comprometen. Y corremos el riesgo de convertirla en un derroche de
valiosas energías, una oposición testimonial al orden vigente y, acaso,
una reserva intelectual para el mañana neoliberal y autoritario que se
avecina.

Quienes con valor, constancia y creatividad impulsan en Cuba movimientos
y militancias alternativos —ambientales, de género, comunitarios— y
defienden con énfasis los derechos de tercera y cuarta generación
deberían sumarse con igual ímpetu a la defensa y respeto universales de
las libertades y derechos civiles y políticos, que son una conquista
ganada en luchas sociales desde los siglos XVIII y XIX y que son
simplistamente presentados como "liberales" o "burgueses". Valdría
también la pena reevaluar la fobia a las instituciones representativas,
la apología de un movimientismo anclado en lo micro y las apuestas
abstractas por la emancipación. Sin por ello abrazar acríticamente el
pragmatismo cortoplacista de cierto liberalismo social, que abandona las
luchas y conquistas históricas de los sectores populares e ignora las
demandas de "inventar" nuevas formas de emanciparnos: en el ágora y la
fábrica, el aula y el hogar.

Una prueba de madurez política reside en saber definir si lo que uno
desea —de acuerdo al credo personal— es incompatible con la
participación en iniciativas que, sin perjuicio de estas ideas y
valores, puede servir para construir consensos y mecanismos amplios,
capaces de superar los problemas nacionales. En estos tiempos de
reformas, la solidaridad con los empobrecidos trabajadores tiene que ir
de la mano de la defensa del ciudadano, las soberanías —nacional y
popular— defendidas con simétrico denuedo frente a las dominaciones
foráneas y domésticas y —como insistía mi lúcida profesora de Historia
Contemporánea— acabar de reconocer que la lucha por la democracia es
parte integrante de la lucha por el socialismo.

[1] Ver Rosa Albina Garavito Elías "Apuntes para el camino. Memorias
sobre el PRD", Universidad Autónoma Metropolitana, Edición Eón, México,
2011.

http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/la-izquierda-y-la-lucha-democratica-en-cuba-279234

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