Jueves 22 de Julio de 2010 07:55 Néstor Díaz de Villegas, Hollywood,
California
Nos interesa ver a Coco Fariñas muriendo, pero la lucha nos es
indiferente (de lo contrario nos sumaríamos a la huelga de hambre:
España no podría acoger a diez millones de Fariñas, y los Castro
tendrían que dimitir).
Nos pica la curiosidad frente a un Ariel Sigler agonizante, pero la
causa no logra conmovernos. Dicho de otro modo: en cualquier época —ya
sea la era batistiana o el crepúsculo del castrato— sólo la muerte es
capaz de elevarse a nivel del ojo, a nivel de la mirada asesina del
espectador.
Cuando las Damas de Blanco son apaleadas, nos encanta mirar, nos produce
angustia, indignación, perplejidad y una pizca de fruición. Ya se trate,
sencillamente, de "darnos el gusto" (de ver a los esbirros en apuros, de
saberlos impotentes), o del suspenso que provoca la posibilidad de la
muerte (el convencimiento de que un mal golpe podría ocasionar la
desaparición física de una de estas mujeres, y por consiguiente, el
caos), el caso es que anhelamos un evento fulminante y definitorio, no
importa cuán atroz.
Fidel Castro entendió temprano el valor catártico de los hechos de
sangre —en esto no es diferente de Brian De Palma o de George Romero—, y
regaló a su público con excelentes carnicerías. Sus clásicas matanzas
nos fascinan, y todavía esperan ser superadas: el Bogotazo, el asalto al
cuartel Moncada, los fusilamientos de Arnaldo Ochoa y Tony de la
Guardia, la virtual aniquilación de la humanidad durante la Crisis de
los Misiles. Los líderes (ya sean de la dictadura o de la oposición)
están obligados a proporcionarnos un buen espectáculo.
¡Con qué ternura recordamos a aquel Manzanita que entregó sus vísceras a
las aceras de La Habana! Esas avenidas, que tan bien conocen lo
sanguinario, están locas por probar otra vez su medicina. Por allí ha
corrido a raudales la sangre de mártires, chulos, chivatos, estudiantes,
conquistadores y amas de casa: que no nos engañe la excepcional sequía.
Nuestras aceras arden y piden a gritos un sacrificio, de ahí que la
muerte reaparezca en el papel de negociadora, y que la inanición venga a
ser un legítimo argumento político. Ninguna causa llegará a su meta sin
antes ser rociada profusamente. En las palabras del rabino Eliezer ben
Hycarnus: "Sin el martirio, la liberación no puede penetrar en la
dimensión del presente".
Los líderes de la disidencia lo intuyen, y juguetean con la idea. (¿Y
hay algo más fascinante que verlos dudar, que verlos descubrir que morir
es una buena idea?) Los huelguistas son artistas del hambre y, a
espaldas suyas, la muerte les inventa precursores. Por lo menos a nivel
sentimental, los ayunadores están emparentados con los poetas: con los
que entregaron sus vidas, como José Martí, y con los que se dejaron
morir, como Reinaldo Arenas.
Se sabe que la hambruna es endémica bajo el totalitarismo, que es una
forma de control social; pero exagerarla con fines artísticos, con fines
espectaculares, ha conseguido que se la calcule, que se la tome por un
símbolo: nuestra dieta forzosa de comidas profundas.
Que en Cuba se pasa hambre, un hambre existencial, no resulta demasiado
evidente contra el trasfondo de los niños de las favelas, hartos de
publicidad y libertades esenciales. ¿Habrá que emular a los niños de las
favelas, habrá que superar a Brasil en producción de desgracias antes
que Lula da Silva deje de mofarse de Zapata? ¿Cómo lograrlo? Sin dudas,
nos queda un largo trecho por recorrer en nuestro ascenso a las cumbres
de lo patético.
Del otro lado está el abismo que media entre la acción desesperada de
los pocos y la contemplación pasiva de los muchos. Somos pusilánimes,
pero ver la valentía ajena —como en el cine— nos excita. Y nos excita
por un sencillo dispositivo de oferta y demanda: lo que falta produce
ganas, un cosquilleo y una necesidad. La oposición se ha convertido en
nuestro mecanismo de defensa, en el sucedáneo de nuestra buena
conciencia. Durante una huelga de hambre, es el refrigerador de nuestra
cobardía.
¿No es ésta la misma máquina deseante que concibieron los primeros
fidelistas en su empeño por hacer reaccionar las ancas frías de la culpa
pequeñoburguesa? Obsérvese, en comparación, cómo reaccionan hoy las
cancillerías, y sobre todo, la Iglesia (más sobre ella enseguida) ante
la intempestiva aparición de un santo.
Resulta que, después de todo, el mundo no ha cambiado mucho desde el
ascenso de los barbudos, desde que lloramos la muerte de otros mártires,
y desde que nos colgamos al cuello los collares de otra idolatría.
Respondemos una vez más, con el mismo entusiasmo, a los estímulos
católico-galleguizantes. A la blanca palidez; a las palpitaciones; a las
embolias, a los arrebatos teresianos. ¡Cincuenta años de ateísmo negados
por el bostezo de un disidente en ayuno!
Por debajo del capirote castrista asoma el halo del jesuitismo: la
Revolución es, a fin de cuentas, Contrarreforma. El tenebrismo español
sale a las ramblas: es la imagen goyesca del canciller Moratinos, y su
carne rosada contra el verdeolivo, y el insultante ceceo… Pero aún más
tenebroso es el júbilo de los negros por la victoria de La Roja.
Lo que ha dicho Fariñas, y lo que quiso decir Orlando Zapata Tamayo,
equivale a un "Patria o Muerte". Una sarta de calaveras es el rosario de
las Damas de Blanco. El nuevo giro de la contienda política parece haber
conseguido lo imposible: adelantar la causa, si bien a costa de un
retroceso hacia lo premoderno, hacia lo feudal.
Un paso adelante, dos pasos atrás, hacia la Patria y hacia la Muerte.
http://www.diariodecuba.net/opinion/58-opinion/2518-la-patria-o-muerte-de-guillermo-farinas.html
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