jueves, 21 de julio de 2011

Camino a la nación

Opinión

Camino a la nación
Manuel Cuesta Morúa
La Habana 21-07-2011 - 10:51 am.

¿Qué significa 'El camino del pueblo' y cuáles son los retos para
quienes han suscrito ese documento?

El camino del pueblo, texto firmado por representantes de diversas
tendencias cívicas, políticas y por prominentes exprisioneros de
conciencia, ha generado una expectativa entre animada y cautelosa en
diversos medios interesados en la realidad cubana. También, entre
cubanos que residen en diferentes lugares del mundo.

¿Se justifica la expectativa animada? Sí. El esfuerzo conjunto de
actores morales, cívicos, políticos e ideológicos situados unos de otros
en las antípodas del debate democrático en Cuba, y que rara vez
compartían apuestas de cambio, empieza enviando el mensaje de que el
ombligo del debate político comienza a situarse en la nación. Eso es
esencial. Es cada vez más claro que los cubanos no estamos frente a un
desafío ideológico, sino frente a la redefinición posible de un proyecto
de país.

Un régimen sin valores conserva aún la imagen de que confronta un reto
ideológico, lo que le proporciona gratuitamente cierta dignidad
política, cuando lo que está en juego es un problema nacional. El camino
del pueblo expresa el conflicto en su nivel más auténtico, diciéndonos
que las opciones probables de cada una de nuestras identidades
específicas pasa por la reconstrucción inevitable de los fundamentos de
la nación —del hogar común, en jerga romántica— y de los instrumentos
institucionales de convivencia democrática dentro de un nuevo tipo de
Estado.

Quien observe detenidamente la composición heterogénea de este nuevo
impulso común podrá ver las distintas expresiones culturales, raciales,
ideológicas, generacionales y políticas que han decidido mostrar una
nueva voluntad de consenso. En una frase nítida se está diciendo: la
nación primero, los intereses después.

Ahora bien, ¿se explica la expectativa cautelosa ante este documento?
Creo que sí. No es la primera vez que se ha ensayado una propuesta
concertada, y nunca parece ser la última en que se malogra el empeño.
Sin embargo, lo nuevo que se intuye de este intento es la entrada en
juego de un valor extrapolítico: la madurez. El bloqueo de viejas
animosidades entre responsables cívicos y políticos indica una
apreciación sensata del instante histórico. Lo cual desvanece la
excesiva personalización de la controversia política y abre paso al
sentido de nación.

El camino del pueblo ofrece, desde esta perspectiva, dos valores
agregados —ambos de tipo cultural—, fundamentales de cara a las
posibilidades del mañana. El primero tiene que ver con la apertura a un
modelo distinto de liderazgo, y el segundo con el fundamento plural de
la nación.

La idea de aparecer juntos respaldando un pliego de propósitos
primordiales constituye un acto de autocrítica en marcha, que viabiliza
la construcción de un escenario menos autoritario y más en consonancia
con los fines democráticos. Las acusaciones, tanto veladas como
directas, de que los cubanos vamos persiguiendo una democracia sin
demócratas pueden empezar a deshacerse con un lenguaje y una actitud más
cercanos a la retórica y gestualidad de los que animaron la Constitución
de 1940, camino de una era post-Wikileaks.

El segundo valor agregado, vinculado necesariamente al primero, retoma
la oportunidad de fundar el proyecto de nación sobre su pluralidad de
origen. El castrismo es un proyecto contracultural justamente porque
trató de imponer, para vivir y ver su propio fracaso, el hegemonismo de
uno de los componentes culturales del país sobre el resto de los que
conforman nuestra nacionalidad. Si algo como el Artículo 5 de la
Constitución cubana —que consagra la superioridad de un grupo sobre
otros— no tiene pertinencia y pertenencia culturales en lugar alguno,
ese lugar es Cuba.

Pero semejante hegemonismo se estaba transfiriendo al proceso
democrático, amenazando la posibilidad, viabilidad y credibilidad mismas
de la democratización. Romper esta marcha forzada de un pasado arcaico
sobre el presente era y es necesario, de cara a un momento histórico
constitutivo.

Ese es precisamente el momento en el que estamos. Uno en el que, como es
evidente para todos, el viejo modelo no sirve para tramitar el presente
y guiar el futuro, pero en el que tampoco se define ese nuevo modelo que
ofrezca premisas claras de cara al porvenir. Lo cual provoca el tipo de
situación confusa que tiende a legitimar el hiperrealismo político de
múltiples intereses corporativos e interlocutores internacionales.

Y el sarcasmo de nuestra situación histórica es que ni la claridad
política e intelectual exigibles, ni la disponibilidad de los cubanos
—los dos elementos esenciales en una época de cambio— están del lado del
poder. No obstante, un gobierno sin proyecto de país, que ha roto su
sintonía con las aspiraciones de la gente, es todavía capaz de generar
expectativas de reformas —es curioso que dichas expectativas sean
animadas solo en el extranjero y fundamentalmente por extranjeros—,
cuando en verdad lo único que hace es gestionar el presente para
conservar el poder mediante una exagerada improvisación política.

Falta de proyecto de las autoridades

Esa falta de proyecto del poder tiene su expresión ejemplar en lo que he
denominado el nuevo pacto criollo —un pacto premoderno— fundado en el
vínculo estratégico y cerrado entre el gobierno, las jerarquías
religiosas y determinados agentes económicos foráneos y nacionales, que
continúan arriesgando el proyecto inconcluso de nación.

Ello exigía una respuesta también estratégica que proyectara cuatro
puntos fundamentales.

Primero: Cuba requiere un cambio político, no un reajuste en la economía
del poder.

Segundo: ese cambio exige un consenso entre todos los sectores de una
sociedad cada vez más compleja, y no meramente entre las elites
tradicionales.

Tercero: ese consenso debe partir de una nueva legitimidad: los
ciudadanos. (No resulta raro, en este sentido, que aquel pacto criollo
intente aferrarse al viejo sujeto llamado revolucionario, en contra del
ciudadano, del nuevo sujeto que renace por doquier, pero que sigue
siendo visto como un contrarrevolucionario, castigable porque "viola la
ley".)

Y cuarto: cambio político, consenso y ciudadanos deben recuperar la
conexión perdida entre soberanía popular y soberanía nacional.

El camino del pueblo da una respuesta compartida a estas cuatro
cuestiones básicas. Proyectos, así en plural; consenso dentro de una
sociedad multidiversa; legitimación en base al ciudadano y recuperación
de los valores nacionales como valores morales no negociables dentro de
ese consenso. Una respuesta estrictamente política, debe entenderse, a
las demandas de democratización en Cuba.

Un punto de partida y retos futuros

Estamos en un punto de partida, desde luego. Un punto que comienza a
satisfacer una exigencia cardinal: el acuerdo entre responsables
políticos y cívicos con visibilidad pública. A ese acuerdo algunos le
llaman unidad. No obstante, yo prefiero verlo como consenso articulado.
Porque la unidad es inflexible, cerrada a la tolerancia, y privilegia a
unos pocos sujetos públicos, simplifica el conflicto y minimiza el valor
de la deliberación entre iguales. El consenso, por el contrario, permite
la flexibilidad, exige tolerancia, se abre necesariamente a las elites,
toma en cuenta la complejidad y es altamente deliberativo. Y este nuevo
consenso tendrá futuro en la medida en que logre incorporar estas y
otras referencias necesarias a un proceso democrático moderno.

¿Cuáles podrían ser las restantes fases de El camino del pueblo? Para
proseguir el debate, creo que una segunda fase podría ser esta: corregir
y completar la primera fase, es decir, extenderlo en igualdad de
condiciones a todos los responsables cívicos y políticos que, por las
razones que sean, no tuvieron la oportunidad de respaldar el texto en
sus inicios. Un consenso articulado debe abrirse a todas las
sensibilidades representativas.

Una tercera fase debería crear algo así como una mesa de confianza.
Potenciar un clima de respeto y reconocimiento es imprescindible en un
contexto muy personalizado, con una carga acumulada de viejas
controversias prescindibles y de débil entrenamiento emocional para
disipar los conflictos inevitables.

En esa mesa de confianza podríamos aprender que si la unidad se logra a
pesar de las diferencias, el consenso es posible gracias a las
diferencias. En el primer caso se reprime lo que nos separa sin que se
logre ocultarlo; en el segundo, se muestra los que nos diferencia
enfatizando las prioridades. Parece hoy evidente que el concepto de
unidad personaliza mucho los conflictos porque reduce las opciones de
reconocimiento y autoreconocimiento. El consenso permite manejar
aquellos conflictos porque su condición plural conduce naturalmente a la
posibilidad de reconocimientos.

Una cuarta fase, a mi modo de ver, exige construir o fortalecer caminos
hacia el pueblo y caminos desde el pueblo. En Cuba viene ocurriendo un
proceso de inversión en la pirámide de legitimidad del poder. Hasta
ahora se nos ha impuesto la idea y la realidad de que los ciudadanos
están al servicio del Estado. La revolución cubana no fue más que un
despotismo ilustrado por medios violentos que nos convirtió
definitivamente en súbditos del poder. A partir de ahora comienza a
estabilizarse, espontánea y dolorosamente, la lógica más legítima y
ciertamente moderna: el Estado al servicio de los ciudadanos.

Esa idea debemos convertirla en realidad construyendo caminos hacia y
desde el ciudadano. En esas dos direcciones creo que nos corresponde,
más que ofrecer contenidos democráticos, brindar instrumentos de
empoderamiento ciudadano. Impulsar la complementariedad de proyectos
cívicos que reinventen y fortalezcan al ciudadano pondrá en orden las
fuentes de legitimidad política. El concepto de vanguardia, una forma de
despotismo ilustrado que busca su legitimidad en el eco de las masas, es
escasamente compatible con la cultura democrática.

Y una quinta fase culminaría en la identificación de una propuesta
simple, no simplificada, que en principio pueda ser apoyada por todos
los que respalden este consenso articulado, y que se legitime, al mismo
tiempo, en un proceso de retroalimentación ciudadana.

No caben dudas de que somos un país en cambio. La señal más clara es
que, si aún no somos una sociedad abierta, sí está abierta la
posibilidad de la sorpresa. Pocos podrían haber imaginado que
observaríamos desde las gradas a la jet society jugar al golf y
calafatear sus yates en las costas de nuestro país. La dirección del
cambio, empero, depende de nosotros. Es tiempo de refundación y podemos
proponer un proyecto de cambio consensuado, en la certeza de que la
cabeza intelectual e imaginativa del Partido Comunista está despoblada,
de que la capacidad de castigo del régimen no es asimilable a su
capacidad de liderazgo, y de que los caminos de la nación están por
construir.

El camino del pueblo puede constituir un nuevo comienzo.
El camino del pueblo.pdf:
http://www.ddcuba.com/sites/default/files/pdf/El%20camino%20del%20pueblo_0.pdf

http://www.ddcuba.com/cuba/5930-camino-la-nacion

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